UN ADIÓS POSTERGADO

El lunes pasado nos despertamos con la noticia del fallecimiento de Mario Vargas Llosa. En las biografías que pululan por la red aparece como fecha de su muerte el domingo 13 de abril; no me voy a poner puntillosa en cuestiones temporales cuando hay un océano y unos cuantos husos horarios de por medio. Lo que sí puedo señalar es el dato curioso de que han pasado cinco (o seis) días y solo ahora me animo a escribir estas líneas para recordarlo. Tras lanzarme en los últimos tiempos a glosar las partidas de un buen número de escritores, directores de cine o actores, me he demorado casi una semana en escribir esta entrada dedicada al último gigante de la generación del boom. Es cierto que en breve se cumplirá el primer aniversario de la muerte de Paul Auster y aún no he sido capaz de escribir al respecto, pero el motivo es otro. En el caso de Auster, la pena que sentí por su marcha me dejó sin palabras. Sigo sin encontrarlas. O tal vez opera en mí un mecanismo infantil: si no menciono su muerte, es que no ha sucedido. El gran Paul sigue viviendo así en mi corazón en el fabuloso territorio del Brooklyn de sus novelas.

Lo de Vargas Llosa es algo distinto. Al enterarme de la noticia, fue como si una barrera me vedara el acceso a mi propia emoción. No compartí en redes sociales ninguno de los múltiples artículos que daban cuenta de la desaparición del escritor. Mi incomprensible silencio era secundado por mis contactos, pese a que el grueso de mis amigos en redes está formado, me consta, por buenos lectores y amantes de la literatura: ni uno solo de esos mensajes encendidos, llenos de lacrimosos emoticonos y palabras de ferviente admiración, con los que los cibernautas despedimos a los artistas con los que nos sentimos en deuda. Yo callé, callamos muchos. Nos atenazaba, supongo, el recuerdo de la misteriosa deriva ideológica del gigante de las letras, sus veleidades con las derechas más rancias, su franca incursión en el mundo de la jet set, las sonrojantes declaraciones públicas que en los últimos tiempos nos hicieron sentir bochorno a muchos de los que lo admirábamos.

Llevo una semana rumiando mi pena y mi desconcierto sin llegar a conclusión alguna. No diré que he aprendido que resulta más fácil admirar al artista de talento que comparte nuestra visión del mundo, ni que es fácil caer en la tentación de dividir a los artistas entre los que son de nuestra cuerda y los que no, los que deben ser honrados por los nuestros (si es que tal cosa existe) y los que recibirán homenajes por parte de aquellos de los que nos separa un abismo ideológico. Todo esto es algo que ya sabía, pero ha sido un aprendizaje incómodo convivir con mi propio silencio a partir del lunes pasado. Me he sentido, podéis creerme, como la niña que no se atreve a defender al compañero de quien sus amigos hacen escarnio. Tampoco son una novedad cuestiones de mayor calado que se derivan de este asunto, pero a las cuales he dado unas cuantas vueltas estos últimos días: ¿Dónde hay que poner el límite entre el creador y el personaje? ¿Hasta qué punto la ideología y el talante de un escritor deben influir en la valoración de su obra? ¿Hay un concepto ético del arte o el arte está por encima de consideraciones ideológicas o morales? En esta época de constantes linchamientos mediáticos, de mares de fondo y de juicios instantáneos e implacables que hunden a personajes públicos, no tengo otra respuesta para esta cuestión que, como decía antes, la pena y el desconcierto que me invaden.

Dejo aparte este dilema sin solución, porque hoy quiero volver a ser la estudiante de Filología a la que este monstruo de las letras dejó noqueada con el compendio de poder narrativo y sabiduría vital titulado Conversación en La Catedral. Quiero traer al presente la admiración y el asombro que sentí entonces para despedir hoy, con cinco (o seis) días de retraso al entrañable Varguitas de La tía Julia y el escribidor, al implacable cronista que con una edad impropia puso en pie la brutal La ciudad y los perros, al sabio conocedor de la psicología humana que nos describió los vericuetos del amor en Travesuras de la niña mala, al rastreador de pasiones que nos llevó a explorar, en pos del genial Gauguin, El paraíso en la otra esquina. Al escritor laureado que había conseguido todas las distinciones posibles y que afirmaba, sin embargo, que lo más importante que le había pasado en la vida era aprender a leer. He sacado de la estantería el ejemplar de Conversación en La Catedral que leí hace muchos, muchos años, y lo tengo ahora mismo sobre la mesa, junto a la pantalla del ordenador. Es una reliquia. Luce amarillo y ajado, tiene el precio escrito en pesetas en la primera página y un retrato de un jovencísimo Vargas Llosa en la solapa. En sus casi setecientas páginas de letra apretada, se agolpan la miseria y la nobleza, la brutalidad y la inocencia, la corrupción y la dignidad: toda la existencia humana. Me niego a que mi admiración por su autor se deteriore y amarillee como lo han hecho, a lo largo de las décadas, estas páginas venerables.

Comentarios

  1. Quizás es que ya no es el "mismo hombre"; yo no sé que hubiera sucedido si Vargas Llosa hubiera escrito "La fiesta del chivo" hace un par de años, porque el escribidor de aquel libro no era el hombre de cartón que vestía aquella casaca floreada en la entrega de la medalla de la República francesa. Tampoco el que se dejaba admirar por personajes célebres o encumbrados pero de muy dudosa catadura moral; porque, en efecto, lo que ha hecho enmudecer a muchas personas en su panegírico más sencillo ( el hecho al final de una vida) no ha sido su adscripción a una ideología conservadora, sino el giro desde un joven sensible y preocupado por las personas que le rodeaban hacia una complicidad con un mundo más cercano al hampa que a la política, sea del signo que sea. Y eso coloca la aparente paradoja sufrida por tanta gente estos días en otro terreno, y en ese sí que estamos todos ubicados, yo el primero: el terreno resbaladizo de las servidumbres del ego. Ya sé que a los admiradores, muy legítimos, del finado, os puede escandalizar, pero, nada más, conocer el suceso, pensé en el triste final de Maradona. Ese genio del fútbol ( y para los verdaderos aficionados la palabra genio no está mal empleada) que acabó rodando por el suelo de tanto contemplarse en el falso espejo de la fama. Estos días estamos asistiendo al lamentable espectáculo del estreno del nuevo gobierno de USA. Los biógrafos de Elon Musk le sitúan en su adolescencia como un joven sensible y con grandes problemas de autoestima. Hoy nadie duda de que su inteligencia está en bastantes cifras, superior a la media y que podría haber pasado a la historia como uno de los grandes genios innovadores, quizás un nuevo Tesla. Y qué decir de aquel hijo de la Revolución francesa que acabó coronándose emperador...
    Parece que, como en los cuentos antiguos con moraleja, hay que saber manejar el brillo, hay que saber manejarlo o acaba contigo...

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