TAMBIÉN TENEMOS LUNA

En Lecciones, su obra más reciente, el novelista británico Ian McEwan explora la existencia entera del protagonista desde la infancia hasta los setenta y muchos años. En ese ambicioso viaje, ocupan un lugar fundamental los grandes hechos históricos del siglo XX y comienzos del XXI, incluidos aquellos que sucedieron antes del nacimiento del personaje, pero cuyas consecuencias se extienden hasta él. En este formidable esfuerzo narrativo, hay lugar también para lo pequeño: las ocurrencias y anécdotas, las palabras con su carga emotiva, el detalle delicado y revelador. Las grandes novelas están hechas con esa diversidad de materiales. La vida también. Un papel especial en este acercamiento a lo mínimo lo desempeñan dos personajes de edades muy distintas, cercanos ambas al protagonista: su anciana madre y su hijo Lawrence.

A la madre del protagonista la conocemos desde su juventud, en ese vaivén entre presente y pasado que marca el orden de los hechos narrados por McEwan. Pero es fácil que el lector —al menos, esta lectora— atesore en el recuerdo la etapa final en que la mujer, ya viuda, va cayendo poco a poco en las brumas de la senilidad. Llega un momento en que no reconoce a sus familiares, apenas habla y, cuando lo hace, lanza misteriosas frases sin aparente conexión con su entorno. Cuando se produce su fallecimiento, su hijo (quien, no en vano, ha cultivado la poesía, entre otras muchas actividades) tiene la idea de crear una composición de despedida hilvanando las palabras que su madre lanzó en sus últimos tiempos, cuando habitaba una realidad que nadie más que ella era capaz de captar. Pronuncia así en su funeral el siguiente poema: «La luz del día te deleita, / el amor sin más te sigue. / Nuestros corazones se alegran. Dios en toda Su gloria / cuide de ti». Lo que en su momento fueron desvaríos cobra de repente un sentido mágico y conmovedor. El discurso fúnebre termina con una anécdota protagonizada por la difunta. En algún momento, esta había dicho a una de sus nueras, «con toda la autoridad de una suegra», que el trayecto hasta el cielo duraba tres días. «Eso significa», apostilla el hijo, «que habrá llegado en torno a las cinco y media de la tarde del 29 de diciembre. Seguro que todos esperamos que se instale cómodamente».

No es la primera vez que, al ver cómo describe McEwan a un niño de corta edad, tengo la certeza de que la vida ha dado a este escritor sobradas oportunidades de observar a seres humanos en su etapa inicial. Los movimientos vacilantes, la desproporción de los miembros, la actitud corporal, las primeras palabras: todo está plasmado con extraordinaria viveza. En Lecciones, es una delicia la parte de la historia en la que el protagonista, abandonado por su esposa, se convierte en un padre soltero que se esfuerza en conjugar su pena con su dedicación a la poesía y el cuidado del pequeño y, por tanto, absorbente Lawrence. El lector es testigo de las constantes exigencias del bebé, de su conmovedora vulnerabilidad, de sus progresos. Cuando se convierte en un chiquillo que habla y entabla relaciones cada vez más complejas con sus semejantes, se tiene la sensación —casi diría la satisfacción— de haber participado de alguna manera en la puesta a punto de un ser humano. A los cinco años, este niño al que el lector ha visto crecer protagoniza una anécdota maravillosa. Acude con su padre a pasar unos días en la casita de campo de unos amigos, donde se junta un grupo de niños y adultos. Todos ellos están reunidos para ver la salida de la luna por detrás de una hilera de árboles del jardín cuando Lawrence se dirige a la hija de los anfitriones, una niña de su edad, para darle la siguiente información: «Sabes, en mi país también tenemos luna».

Las múltiples lunas, el viaje de tres días hasta el cielo. Niños y ancianos. Pura poesía.

Comentarios

  1. Maravilloso análisis querida Beatriz. Tú prosa en cualquier registro siempre se desliza suave por agua tranquila y cálida dejando ver en la transparencia todo el tumulto que hay debajo. Me gusta mucho este autor. Un abrazo Pili Zori

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  2. A mí también me encanta Ian McEwan, como creo que se trasluce de esta entrada. Admiro, entre otras cosas, su capacidad para crear obras que no se parecen entre sí. Es como si cada vez que afrontara una nueva novela partiera de cero, sin aprovechar el bagaje previo de rasgos personales que le han hecho ganarse a sus lectores. Yo nunca sé lo que me voy a encontrar cuando empiezo un libro suyo. Me admira esa asunción de riesgos y esa falta absoluta de acomodo al éxito.

    Muchas gracias por tus hermosas palabras, querida Pili. Es siempre un placer encontrar un comentario tuyo en este espacio. Un abrazo.

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