EN EXPOSICIÓN (XXVI): SOROLLA, CIEN AÑOS DE MODERNIDAD

De manera semejante a lo que sucede con el Siglo de Oro de nuestra literatura, que en realidad duró más de siglo y medio, el año Sorolla ha desbordado hace mucho sus estrictos cauces temporales. En 2023 se cumplió el centenario de la muerte del pintor, pero las ramificaciones de los homenajes dedicados a él se extienden hasta comienzos de 2025. No diré que me moleste: soy incondicional de este artista, así que seguir su rastro por museos y salas de exposiciones me ha proporcionado buenos motivos de deleite. La última de estas ramificaciones es la muestra Sorolla, cien años de modernidad, que tras ser prorrogada puede verse hasta el 20 de abril en la sala de exposiciones temporales de la Galería de las Colecciones Reales y que presenta el aliciente de reunir un buen número de obras que raramente se exponen por pertenecer a coleccionistas particulares. Esta entrada está articulada sobre tres de ellas y nace del inesperado gozo de descubrir —a estas alturas— Sorollas inéditos.


La cartela que acompaña a este óleo titulado Boulevard de París informa de que el cuadro se expuso en una sola ocasión, en 1890, y se daba por perdido. Puntualiza también que se trata de la única obra en gran formato en la que Sorolla plasmó la vida moderna de la capital francesa. Y es el formato lo que primero llama la atención de este cuadro lleno de vida: el rectángulo inusualmente alargado, como si las dimensiones habituales no fueran capaces de recoger el movimiento y la actividad del bullicioso rincón urbano que es objeto de la atención del artista. Este aparece retratado en el extremo izquierdo, sentado a una mesa y dando la espalda al ajetreo de clientes, viandantes, vendedores y carruajes. Sorolla definió este cuadro como «ya francamente naturalista» y, en efecto, podría ser una transcripción al lenguaje plástico de un pasaje de una novela de Zola o Maupassant. Tiene especial relevancia el tratamiento de la luz, el juego entre el resplandor artificial encerrado tras las cristaleras del café y la tarde que declina en el exterior. Uno puede entretenerse observando uno a uno a los personajes que participan en esta animada escena callejera e imaginando su historia y sus circunstancias: la pequeña vendedora de flores acompañada por un niño (¿su hermanito?) de más corta edad que ella; la pareja madura que observa con fijeza a una jovencita, a la que suponemos su hija, que tiene un perro a sus pies; la hermosa dama detenida en el gesto de tomar asiento o tal vez de levantarse. Solo conocemos al hombre corpulento y con barba que comparte mesa en el extremo izquierdo con un militar. Se diría que nos mira de reojo, como espiando nuestra reacción frente al alarde de encerrar en un lienzo tanta, tanta vida.


En las paredes de la exposición aparecen reproducidas citas de autores contemporáneos al artista que crearon certeras formulaciones sobre su talento y su voluntariosa dedicación a la pintura. «Se dijera que tiene el brazo roto por el remo y el rostro abrasado por el sol», afirma Juan Ramón Jiménez para ponderar la prodigiosa simbiosis entre el pintor y el mar, conseguida a través de innumerables horas de contemplación y esfuerzo. Y añade Ramón Pérez de Ayala: «El pincel de Sorolla era un haz de hebras solares, que no iba dejando materia opaca sobre el lienzo, sino radiaciones puras». Así define el novelista la sobrenatural capacidad de Sorolla para apresar la luz o, más todavía, para convertir en luz todos los elementos de la pintura. El ejemplo más evidente de esta trasmutación lo he encontrado en el cuadro que encabeza estas líneas, titulado Mediodía en la playa de Valencia. El reflejo del sol sobre las aguas convierte la superficie del mar en un deslumbrante despliegue de destellos y difumina las siluetas de los personajes, creando un conjunto que se aleja del arte figurativo para coquetear con la abstracción. La forma más definida es la de la sombrilla en primer plano, que nos remite a la presencia del pintor, cobijado bajo ella para dar testimonio del más radiante de los mediodías. O también nos permite imaginarnos sentados junto a él, contemplando con los ojos guiñados el esplendor del Mediterráneo y el gozoso juego del sol sobre las olas.


Una cita de Vicente Blasco Ibáñez recuerda la denominación de «pequeño Velázquez» otorgada por sus contemporáneos a Sorolla, quien posee, según el novelista, «la asombrosa verdad de los antiguos maestros». Yo añadiría la mirada noble y benevolente en la plasmación de sus personajes, que me remite a la respetuosa actitud de Velázquez frente a los bufones de la corte o a la inesperadamente tierna visión de los modelos femeninos por parte de Goya, inflexible transcriptor por otra parte de los horrores de su época y de su propia mente. Esta muestra me ha permitido contemplar el para mí desconocido Retrato de Amalia Romea, señora de Laiglesia, prodigio de elegancia y delicadeza, que recuerda a la ternura con la que el artista inmortalizó innumerables veces a su esposa y a sus hijas. Dulce y con un punto melancólico, la modelo posa en una relajada posición de perfil, con la mirada perdida, por completo al margen de las envaradas posturas tan frecuentes en los retratos de los personajes de clase alta. A pesar de estar enmarcada por objetos pertenecientes a un ámbito cotidiano, la intensa luminosidad y el predominio del blanco crean la impresión de que la modelo se encuentra refugiada más allá del mundo material. El hermoso vestido, el biombo que sirve de telón de fondo y los visillos del segundo plano crean un espacio casi irreal y nos plasman a la dama protagonista de esta escena sumida en sus pensamientos, bogando entre los cien matices del blanco.

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