De
manera semejante a lo que sucede con el Siglo de Oro de nuestra literatura, que
en realidad duró más de siglo y medio, el año Sorolla ha desbordado hace mucho
sus estrictos cauces temporales. En 2023 se cumplió el centenario de la muerte
del pintor, pero las ramificaciones de los homenajes dedicados a él se
extienden hasta comienzos de 2025. No diré que me moleste: soy incondicional de
este artista, así que seguir su rastro por museos y salas de exposiciones me ha
proporcionado buenos motivos de deleite. La última de estas ramificaciones es la
muestra Sorolla, cien años de modernidad, que tras ser prorrogada puede
verse hasta el 20 de abril en la sala de exposiciones temporales de la Galería
de las Colecciones Reales y que presenta el aliciente de reunir un buen número
de obras que raramente se exponen por pertenecer a coleccionistas particulares.
Esta entrada está articulada sobre tres de ellas y nace del inesperado gozo de
descubrir —a estas alturas— Sorollas inéditos.

La
cartela que acompaña a este óleo titulado Boulevard de París informa de
que el cuadro se expuso en una sola ocasión, en 1890, y se daba por perdido. Puntualiza
también que se trata de la única obra en gran formato en la que Sorolla plasmó
la vida moderna de la capital francesa. Y es el formato lo que primero llama la
atención de este cuadro lleno de vida: el rectángulo inusualmente alargado,
como si las dimensiones habituales no fueran capaces de recoger el movimiento y
la actividad del bullicioso rincón urbano que es objeto de la atención del
artista. Este aparece retratado en el extremo izquierdo, sentado a una mesa y
dando la espalda al ajetreo de clientes, viandantes, vendedores y carruajes.
Sorolla definió este cuadro como «ya francamente naturalista» y, en efecto,
podría ser una transcripción al lenguaje plástico de un pasaje de una novela de
Zola o Maupassant. Tiene especial relevancia el tratamiento de la luz, el juego
entre el resplandor artificial encerrado tras las cristaleras del café y la
tarde que declina en el exterior. Uno puede entretenerse observando uno a uno a
los personajes que participan en esta animada escena callejera e imaginando su
historia y sus circunstancias: la pequeña vendedora de flores acompañada por un
niño (¿su hermanito?) de más corta edad que ella; la pareja madura que observa
con fijeza a una jovencita, a la que suponemos su hija, que tiene un perro a
sus pies; la hermosa dama detenida en el gesto de tomar asiento o tal vez de
levantarse. Solo conocemos al hombre corpulento y con barba que comparte mesa en
el extremo izquierdo con un militar. Se diría que nos mira de reojo, como espiando
nuestra reacción frente al alarde de encerrar en un lienzo tanta, tanta vida.

En
las paredes de la exposición aparecen reproducidas citas de autores
contemporáneos al artista que crearon certeras formulaciones sobre su talento y
su voluntariosa dedicación a la pintura. «Se dijera que tiene el brazo roto por
el remo y el rostro abrasado por el sol», afirma Juan Ramón Jiménez para
ponderar la prodigiosa simbiosis entre el pintor y el mar, conseguida a través
de innumerables horas de contemplación y esfuerzo. Y añade Ramón Pérez de
Ayala: «El pincel de Sorolla era un haz de hebras solares, que no iba dejando
materia opaca sobre el lienzo, sino radiaciones puras». Así define el novelista
la sobrenatural capacidad de Sorolla para apresar la luz o, más todavía, para
convertir en luz todos los elementos de la pintura. El ejemplo más evidente de
esta trasmutación lo he encontrado en el cuadro que encabeza estas líneas, titulado
Mediodía en la playa de Valencia. El reflejo del sol sobre las aguas convierte
la superficie del mar en un deslumbrante despliegue de destellos y difumina las
siluetas de los personajes, creando un conjunto que se aleja del arte
figurativo para coquetear con la abstracción. La forma más definida es la de la
sombrilla en primer plano, que nos remite a la presencia del pintor, cobijado
bajo ella para dar testimonio del más radiante de los mediodías. O también nos
permite imaginarnos sentados junto a él, contemplando con los ojos guiñados el
esplendor del Mediterráneo y el gozoso juego del sol sobre las olas.

Una
cita de Vicente Blasco Ibáñez recuerda la denominación de «pequeño Velázquez» otorgada
por sus contemporáneos a Sorolla, quien posee, según el novelista, «la
asombrosa verdad de los antiguos maestros». Yo añadiría la mirada noble y
benevolente en la plasmación de sus personajes, que me remite a la respetuosa
actitud de Velázquez frente a los bufones de la corte o a la inesperadamente
tierna visión de los modelos femeninos por parte de Goya, inflexible transcriptor
por otra parte de los horrores de su época y de su propia mente. Esta muestra
me ha permitido contemplar el para mí desconocido Retrato de Amalia Romea,
señora de Laiglesia, prodigio de elegancia y delicadeza, que recuerda a la
ternura con la que el artista inmortalizó innumerables veces a su esposa y a
sus hijas. Dulce y con un punto melancólico, la modelo posa en una relajada posición
de perfil, con la mirada perdida, por completo al margen de las envaradas
posturas tan frecuentes en los retratos de los personajes de clase alta. A
pesar de estar enmarcada por objetos pertenecientes a un ámbito cotidiano, la
intensa luminosidad y el predominio del blanco crean la impresión de que la modelo
se encuentra refugiada más allá del mundo material. El hermoso vestido, el
biombo que sirve de telón de fondo y los visillos del segundo plano crean un espacio
casi irreal y nos plasman a la dama protagonista de esta escena sumida en sus
pensamientos, bogando entre los cien matices del blanco.
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