UNA TREGUA
Voy
sentada en el autobús. Es la hora de salida de los colegios, supongo que también
de muchos trabajos, y es un día de lluvia, factores que confluyen para hacer que
el trayecto sea bullicioso, lento y complicado. Una mujer viaja sentada en una
silla de ruedas y, cuando llega a su parada, el marido se adelanta y baja a la
acera para esperarla. Hay un número considerable de estudiantes obstruyendo la
puerta; mientras desciende la plataforma del autobús, la mujer de la silla les
pide a los muchachos que le dejen espacio. Su voz es amable y trasluce un
cansancio infinito. Está acostumbrada, es evidente, a tan aparatosas maniobras.
Los chicos se apartan con buena voluntad y poca pericia, la silla de ruedas consigue
colarse en el hueco que le dejan y desciende por fin a la calle. La puerta
vuelve a cerrarse, la plataforma se recoge, pero hay algo que no funciona: en
medio del barullo, dos viajeras se han quedado sin poder bajar. «¿Nos abre la
puerta, por favor?», solicita una de ellas. La plataforma sigue retirándose y,
cuando desaparece por completo, el autobús arranca, ajeno a la solicitud. La
mujer repite su petición, esta vez en voz más alta. Entonces se oye la
respuesta desde el puesto del conductor, en un tono bronco e irritado:
—¡Ya
ha estado abierta, señora!
Me
encojo en mi asiento. Creo que no soy la única: todos los presentes nos vemos
venir una escena desagradable, de esas que dejan mal sabor de boca a quien las
contempla, tanto si media en ella como si se inhibe. Por un momento, parece que
el conductor va a hacer caso omiso de la demanda, pero el autobús vuelve a
detenerse, con un bufido. Es como una monumental bestia de carga a la que
fastidian las vacilaciones de quien la dirige. Se abre la puerta frente a las
viajeras rezagadas. La que ha hablado antes se vuelve hacia el conductor y,
cuando todos esperamos una respuesta agresiva, exclama con voz jovial:
—¡Tiene
usted razón! ¡Cuánto lo siento, muchas gracias!
Suspiro. Casi diría que suspiramos todos. Apenas
me queda una parada para llegar a mi destino y recorro la corta distancia con
una sensación de liviandad que me conforta el corazón. Por unos instantes —apenas
un par de minutos— me parecen posibles la tolerancia y el entendimiento entre
los humanos. Me bajo en plena Gran Vía y observo con afabilidad a mis
congéneres, que se apresuran bajo la lluvia. Creo que voy sonriendo cuando
entro en el edificio donde se encuentra la consulta del médico a la que me
dirijo. Es un rascacielos lleno de oficinas, con un hostal y un centro de salud:
es imposible atravesar sus pesadas puertas sin cruzarse con alguien. Mientras
me limpio los zapatos en el felpudo, veo venir a una mujer que atraviesa el
portal en dirección contraria a mí. Está aún lejos y me daría tiempo sobrado a entrar
y a dejar que ella se las entendiera con la pesadísima puerta, pero no lo hago.
Abro la hoja derecha y me quedo quieta, sujetando el tirador, esperando. Aún me
inunda la fe en la humanidad despertada por el pequeño incidente del autobús.
La mujer que viene hacia mí es joven y camina con calma, sin apresurarse al ver
cómo estoy sujetando la puerta para ella. Es posible que no se haya percatado,
porque no me mira. Pienso que en cualquier momento saldrá de su abstracción,
acelerará el paso, clavará sus ojos en mí y me dirigirá una sonrisa y una
palabra de agradecimiento. No sucede. La mujer avanza por el portal con indiferencia
que casi me atrevería a llamar regia. Siglos de altanería de los señores hacia
sus vasallos parecen gravitar sobre su persona. Clavada en mi papel de
mayordomo, la observo cuando pasa muy cerca de mí, ignorándome. Bajo el asombro
que me suscita, detecto un poso de admiración: esa mujer es una Princesa de Éboli,
una reina de la dinastía Habsburgo, una Médici. A su lado, soy una pobre boba
que no tiene otra opción que ceder el paso. La idea me sulfura y, como me suele
ocurrir, oigo una voz que no me parece la mía.
—De
nada, ¿eh? —le lanzo cuando ya está dándome la espalda, a punto de pisar la
calle.
Debería
haberlo escrito con varias admiraciones: mi tono es tan elevado que ha llenado
el portal. De reojo, veo que la descendiente de todos los monarcas de Europa se
detiene y se vuelve hacia mí. No me detengo a ver su expresión. Entro en el
portal soltando la puerta de golpe. Voy rezongando: «¡Es impresionante!» Varias
personas que aguardan a ser atendidas por un conserje me miran, asombradas. No
me importa. Estoy furibunda. Mi tregua con la humanidad habrá durado, calculo
yo, unos cuatro minutos.
No
tengo arreglo.
El
mundo, me temo, tampoco.
Yo aún me acuerdo de mis años mozos en los que Madrid era una ciudad abierta, amigable, donde los bares ( un detalle más significativo de lo que parece a simple vista) cerraban a las tantas, las papeleras-eso sí-eran objetos más bien decorativos y algunas personas no dudaban en acompañarte para indicarte mejor una parada de bus o una calle...Hoy, sin embargo, en la época de la "conciliación" , los demás se constituyen en potenciales enemigos de nuestra burbuja individual y de la valiosa intimidad con el smartphone de tal manera que el prójimo, cualquier prójimo no es más que una interrupción para nuestra conexión favorita...y yo, arrimado a la pared cuando se abren las puertas de mi estación de metro, añoro aquellos días mientras suelto la puerta bruscamente y pienso ¡qué te jodan!
ResponderEliminarLo sé, lejos de la correcta corrección mi comentario, pero es real, no voy a ser yo el único que se libra de nuestro cruel destino.
Tu comentario estará lejos de la corrección, pero lleno de sinceridad. Yo también noto esa creciente agresividad en el movimiento de las masas madrileñas. El sitio donde más lo aprecio es el metro: la reciente campaña publicitaria a base de carteles y vídeos que explican a los viajeros la necesidad de ceder el asiento a quien lo necesita y de dejar salir antes de entrar en el vagón me parece sintomática. ¿De verdad necesitamos que nos recuerden lo básico, lo que pensábamos que estaba claro hace tiempo? ¿O es que esta sociedad nuestra ha mutado a derroteros que ni tú ni yo somos ya capaces de entender?
ResponderEliminar