INTERIORIDADES
Este
caballero de expresión meditabunda no es, como puede parecer en un primer
vistazo, don Quijote de la Mancha. Así nos incitan a pensarlo su figura escueta
de carnes, el libro que sujeta en sus manos e incluso el hecho sorprendente de
estar representado en ropa interior. Resulta fácil imaginarse a nuestro
entrañable hidalgo olvidando las tareas más básicas, incluida la de vestirse,
mientras se entrega a la lectura de los libros que le han sorbido el seso. Pero
no: esta escultura de madera, tallada por Benito Silveira en la segunda mitad
del siglo XVII, no representa a don Alonso Quijano, sino a San Antonio Abad. A
poco que estemos familiarizados con la iconografía del arte de tema religioso,
este nuevo dato nos aportará una buena dosis de desconcierto. ¿San Antonio Abad
sin su hábito, representado en paños menores…? La razón está en el género al que
esta obra pertenece, el de las «esculturas de vestir». Se trata de figuras
articuladas de personajes sacros que solo tienen talladas la cara y las manos,
porque están destinadas a ataviarse con vestidos confeccionados para ellas. El
resto de la figura, que queda oculto a los ojos de los fieles, se soluciona
normalmente con un simple armazón de madera o una estructura esquemática, una
especie de maniquí. Lo peculiar en este caso es que el escultor se preocupó de
tallar con detalle el cuerpo de San Antonio e incluso de proveerlo de ropa
interior. Una tarea exquisita para algo que, en principio, nadie podría
contemplar. Pero la posteridad ha decidido ir por otros derroteros y el santo
de Benito Silveira está expuesto así, sin ropa, en una de las salas del Museo
Nacional de Escultura de Valladolid. Lo rodean arcángeles recubiertos por
corazas resplandecientes, Inmaculadas de aparatosos mantos azules y frailes con
los hábitos de sus correspondientes órdenes. En medio de semejante parafernalia
barroca, este San Antonio Abad que se muestra tan natural y abstraído posee un
encanto especial. Parece que demora el momento de vestirse para no interrumpir
su lectura. No solo le iba a pasar a don Quijote.
Una
interioridad no tan grata es la que nos desvela, en una de las salas dedicadas
al Renacimiento del mismo museo, esta pieza de Gil de Ronza titulada La
Muerte. La obra se hace eco de la obsesión medieval que pobló Europa a
partir del siglo XIV de representaciones de esqueletos invitando a los humanos
a su danza macabra. Más cerca de un cadáver momificado que de un esqueleto,
esta Muerte de Gil de Ronza sustituye la habitual guadaña por la
trompeta del juicio final. Formaba parte, al parecer, de un grupo escultórico
de una capilla funeraria e ilustraba el momento de la resurrección de los
muertos. Así aislada, acechando en una esquina al visitante que asoma por la
puerta, tiene más de recordatorio de lo que llevamos dentro —y de los que
seremos inevitablemente— que de la posibilidad de renacer: el extraordinario
realismo de la piel reseca pegada a los huesos, la mueca de la boca desdentada que
parece reír y el terrible detalle de los gusanos que se abren camino sobre el
cadáver conforman un estudio anatómico implacable. Una interioridad incómoda.
Pero
este museo nos brinda también la posibilidad de asomarnos al interior del acto
de creación. Esta figura de ángel está expuesta del revés para que el visitante
pueda adentrarse en los entresijos técnicos de la talla de la madera y
descubrir el entramado que sustenta las vistosas esculturas policromadas de las
cuales, cuando llega a esta sala, ha visto ya numerosos ejemplos. Quedan al
aire, pues, los detalles que las restantes obras del museo ocultan
pudorosamente: las distintas piezas que forman la figura, las marcas para el
ensamblaje, la materia prima apenas desbastada, los «mordiscos” dejados por los
instrumentos usados por el artista para tallar y la superficie de la madera con
sus grietas, con sus defectos, con sus vetas. El reverso de la belleza pulida y
policromada que siempre queda al exterior. Otro tipo de belleza, más modesta, que
late escondida. Se desvanece la ilusión de la figura que parece de carne y
hueso y se crea una ilusión distinta. Por un momento, el visitante se siente
escultor a punto de poner fin a su obra.
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