EL FRÍO Y LA NOSTALGIA
Hará
un par de meses, en una mañana especialmente fría de comienzos de año, salí
recién levantada a la terraza de mi casa. La llamo así, pero en realidad no es
una terraza sino un tendedero, un espacio abierto en una de sus paredes, en la
que unas lamas forman una celosía que deja entrar los rigores climáticos. En
ese pequeño recinto, más poblado de trastos de lo que me gustaría, hace un
calor abrasador en los meses de verano. Y la mañana de enero a la que me
refiero, el frío se colaba como cuchillos entre las lamas. En condiciones normales,
habría huido tras localizar lo que buscaba, no recuerdo el qué. Pero algo me
detuvo y me empujó a una acción inesperada: me acerqué a la celosía y miré por
el espacio entre dos lamas. Noté en la cara la gelidez de las barras de aluminio.
Miré el jardín frontero a mi portal, observé las ventanas de los vecinos, en
las que aún no se registraba actividad alguna. Vi pasar una pequeña nube de
humo, pálida y sinuosa, de procedencia desconocida. Y, de pronto, todo desapareció:
tendedero, lamas, vecindario, mi yo actual. Me vi —me sentí— niña de muy pocos
años, sumida en la oscuridad, asomándome de puntillas a una ventana alta y pequeña.
Estaba en la casa de mis abuelos en Badajoz, me acababa de despertar y, subida
en la cama, intentaba alcanzar el agujero cuadrado que me comunicaba con el
exterior, por el que se filtraba un frío limpio, de mañana nueva, atravesado
por el olor de la leña. El mismo olor que me había dejado paralizada, a
cuatrocientos kilómetros y toda una vida de distancia. Qué increíble capacidad
de evocación tienen los sentidos de los que menos dependemos en nuestra
existencia cotidiana.
La
casa de mis abuelos, un edificio antiguo de varios pisos, fue derribado hace
tiempo y me vinculan con él recuerdos fragmentarios como este. Los peldaños de
la escalera, de una piedra oscura y redondeada en los bordes por el roce de
infinitos pies. La cocina de leña, donde mi abuela —también mi abuelo— cocinaba
platos cuyos sabores nada ha podido igualar jamás. El estudio de fotografía de
mi abuelo, con un hermoso fondo pintado frente al cual se colocaban quienes
acudían a retratarse, con objetos para animar los grupos familiares, como un
pequeño coche en el que solía disponerse a los niños para que se sintieran a
gusto y no se movieran durante el posado. Las habitaciones de mis tías abuelas,
dos mujeres rebosantes de afecto que me parecían la esencia de todas las
ancianidades. La ventanita cuadrada en el techo de la alcoba donde alguna vez
me quedé a dormir, con su claridad recortada al amanecer, en esos amaneceres de
infancia en los que todo empieza, no solo el día. El olor a leña que se
mezclaba con el aire fresco de la mañana.
Han
pasado dos meses desde que experimenté lo que acabo de relatar y todavía, si
tengo que salir al tendedero al levantarme, lo hago con la esperanza de que me
asalte esa vívida impresión de retorno a la niñez. Pero la misteriosa nubecilla
de humo de leña, con su mágica carga de sensaciones, no ha vuelto a aparecer.
Se acerca la primavera y unas temperaturas que me parecen impropias de esta
época del año me están regalando oportunidades de recuperar uno de los más
antiguos recuerdos de mi vida. No lo lamento. No sé si este invierno ha traído
más frío, pero sí que ha traído más nostalgia.
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