UNA LÁGRIMA POR DAVID LYNCH

Cuando en 1990 la serie Twin Peaks llegó a España, yo andaba embarcada en una apasionante aventura vital que incluía el hecho anómalo de carecer de televisor (y no echarlo de menos). Aquel periodo de aislamiento, que duró un par de años, abrió una brecha que me separa todavía hoy de quienes experimentaron la efervescencia televisiva de aquella época. Es como si hubiera vivido los inicios de los noventa aislada en una cápsula (en cierto modo era así: era feliz). Me perdí el nacimiento de las cadenas privadas. Las Mamá Chicho de Telecinco tuvieron para mí la naturaleza difusa e improbable de criaturas legendarias: oía hablar de ellas por doquier, pero nunca las había visto; me costaba incluso creer que existieran. Y me mantuve al margen de la profunda incertidumbre que marcó a toda una generación de telespectadores: ¿quién mató a Laura Palmer?

Cuando el pasado jueves recibimos la noticia de la muerte de David Lynch, las redes sociales se poblaron de mensajes encendidos y melancólicos. Ya se sabe cómo va esto del homenaje a los ídolos desaparecidos: artículos de prensa digital que se comparten una y otra vez, comentarios en los muros de cada cual, recordatorios de los momentos favoritos de la carrera del difunto, fotos en los estados de WhatsApp con emoticonos que derraman lágrimas. Fue entonces cuando, una vez más, tuve conciencia de la brecha que me separa de mis compañeros de generación, porque la pérdida de Lynch no me trae a la cabeza un pueblo ficticio de una serie de televisión, como ha sucedido en gran medida entre quienes lo han recordado con gratitud estos días. Pensar en David Lynch es para mí evocar la emoción de una pantalla grande. Aquella en la que vi a una fascinante Isabella Rossellini cantando con voz envolvente junto a un piano en Terciopelo azul. La que me mostró la huida desesperada de Laura Dern y Nicolas Cage, emblemas para mí del amor desaforado y juvenil, en Corazón salvaje. La que me sumergió en una historia onírica e indescifrable, llena de imágenes poderosas, en Carretera perdida. Y aquella que me mostró, en un blanco y negro intenso y expresivo, la impactante historia de El hombre elefante.

Se ha escrito tanto en los últimos días sobre la filmografía de Lynch que me voy a limitar a un detalle muy concreto de mi película favorita de este director. El hombre elefante contiene uno de los planos que más me han conmovido en mi trayectoria de amante del cine. Se puede ver al comienzo de la película: el médico interpretado por Anthony Hopkins acude a un espectáculo donde se exhibe a un individuo cuya deformidad física lo relega a un papel de fenómeno de feria. Se trata de John Merrick, el «hombre elefante» del título, interpretado por John Hurt. El espectador está deseando conocer a tan desgraciada criatura, porque no nos engañemos: la morbosa atracción por lo deforme sigue presente en nosotros, por mucho que alardeemos de civilización y contemplemos con horror la historia, ambientada en la Inglaterra victoriana. El guion juega con esta curiosidad y demora la visión del «monstruo». La primera aparición de este se ve fundamentalmente a través del personaje interpretado por Hopkins. Leemos el espanto en su rostro. Vemos la conmiseración en sus ojos que se humedecen y de los que, finalmente, cae una lágrima. No se puede expresar más con menos. El rostro de un actor, la fotografía en blanco y negro, una lágrima que cae y está operado el milagro. Algo que solo puede sucederle a uno de los grandes.

Esta lágrima solitaria es mi sentido homenaje a David Lynch. Nada más. Nada menos.


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