UNA CONVERSACIÓN
Entro
en el vagón de metro y encuentro un asiento libre que no necesito disputarme
con nadie, a pesar de que hay un considerable número de viajeros a mi
alrededor. La razón es que parte importante de ellos la forma un grupo humano
que no tiene interés alguno en sentarse: seis o siete jóvenes en cuya edad no
me fijo y que, de pie, han formado un círculo ruidoso y jovial. Es viernes a
última hora de la tarde. Están felices ante la idea de pasar juntos mucho
tiempo, en festiva hermandad; saludan tal perspectiva con una animada
conversación. Yo estoy cansada y de un humor dudoso, así que me pongo los
auriculares para abstraerme de mi entorno. No llego a buscar programa alguno en
la radio de mi móvil. La charla que tiene lugar tan cerca de mí prende de inmediato
mi atención.
El
que habla es un chico que no controla demasiado el volumen de su voz y que
parece estar lanzando un discurso dirigido a todos los viajeros de su entorno.
Está explicando que conoce a alguien (un empleado del metro, un conductor tal
vez) que ha dejado su trabajo porque no puede soportar el creciente número de
personas que se suicidan arrojándose a las vías. Sus amigos corroboran tal
afirmación: hay, en efecto, mucha gente que se mata así.
—Sobre
todo en la línea 6 —apostilla uno, categórico.
Estamos,
por supuesto, viajando en la línea 6.
El
chico que no controla el volumen no está dispuesto, según parece, a ceder el
protagonismo. Inicia una vehemente diatriba contra los que eligen esa forma de
suicidio.
—¡Si
te quieres matar, mátate, pero no molestes a los otros viajeros! —clama con
expresiva indignación. Y en seguida—: ¡No cortes la red de metro!
Parece
un político lanzando consignas en pleno mitin. Aquí comienza una discusión
cuando el orador asegura que el tráfico de convoyes se interrumpe durante
quince minutos cada vez que se produce un suicidio y sus amigos aseguran que no,
que media hora, que una hora, que más, mucho más.
—El
otro día, una chica se lanzó a la vía delante de un amigo mío —asegura un
espontáneo—. Pero el conductor frenó. Frenó.
Lo
repite por si alguien no ha captado la maravilla del hábil conductor salvador
de vidas; hace mímica, incluso, como si estuviera accionando un freno de mano
gigantesco. El orador siente que ha dejado de ser el centro de atención y
comienza a su vez una pantomima para explicar lo que haría con las personas que
se toman la libertad de morir interrumpiendo el tráfico subterráneo de la
ciudad.
—Es
que les daría así y así y así —dice.
Cada
«así» coincide con el gesto amplio de propinar una bofetada. Me asalta la
perturbadora duda de si el enérgico muchacho realizaría su acción solo con
supervivientes o si estaría a favor de un escarmiento post mortem. Pero
pocos en el círculo de amigos le están prestando atención; se ha formado un
importante barullo de conversaciones cruzadas y el orador decide canalizar la
verbosidad de sus acólitos, así que les lanza una pregunta:
—Si
os fuerais a matar, ¿cómo lo haríais?
—¡Yo
me lanzaría desde un precipicio! —exclama una voz masculina.
—Yo
lo tengo fácil: vivo en un cuarto —dice una chica, con apacible sentido común.
—Desde
un cuarto no te matas —matiza uno.
—Que
sí, que sí, que te puedes matar —replica otro.
A
esas alturas, el metro está entrando en mi estación y me he levantado para
apostarme junto a la puerta. Lanzo un último vistazo al bullente grupo y confirmo
que sus miembros son más jóvenes de lo que me parecieron al principio, casi
adolescentes. No me atrevo a cruzar la mirada con ningún otro viajero. En el
momento de salir al andén, pienso que, dadas las funestas estadísticas al
respecto, es posible que alguno de los testigos de esta conversación tenga un
pariente, un amigo, un conocido que haya decidido poner fin a su vida. Quizá incluso alguno haya albergado pensamientos —o más que pensamientos— suicidas. Es más: lo mismo
podría aplicarse al ruidoso círculo de jóvenes que se alejan en el vagón y se
pierden en un túnel que me parece, de repente, especialmente oscuro.
El mayor de los pecados es perder el tiempo, para llegar a esto hay que amar la vida, en su miseria y su esplendor, en su misericordia y su crueldad, por desgracia tenemos generaciones criadas en el hedonismo, la eterna juventud y la ausencia de daños, y esto si lo sumas a una ausencia alarmante carencia de gestión de los sentimientos sin fármacos deriva en apreciar más un iPhone que un amanecer y como retorno solo te queda la apariencia , dar lecciones de vida en un metro.
ResponderEliminarQuita ausencia alarmante, las prisas que no son buenas
EliminarNo te preocupes: ya había quitado mentalmente esas dos palabras que me dices, fruto de una evidente precipitación por comunicar las ideas. En cuanto a las generaciones más jóvenes, yo las vivo de otra manera; no en vano he estado más de treinta años trabajando con adolescentes. Lo que me perturbó de la conversación que reflejo en esta entrada es el deseo de trivializar y hacer broma, como forma de integrarse en el grupo, sobre un tema que (me consta) les afecta mucho. A esa edad, uno es capaz de cualquier cosa por resultar divertido, desenfadado, provocador... Y el resultado, en este caso, fue una escena inquietante. Creo que hay una falta de entendimiento entre generaciones que sospecho inevitable (siempre ha sido así, a juzgar por los testimonios que conservamos de otros tiempos). Los adultos percibimos a los jóvenes actuales como débiles, frívolos y materialistas; ellos a nosotros, como hostiles y recelosos. Supongo que es ley de vida.
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