LECTURAS DE JULIO (2024)

Conocí a Alana S. Portero hace un par de meses a través de un podcast que escucho con asiduidad. Reconozco que, de entrada, me produjo cierto recelo la información que recibí con respecto a ella: el bombazo editorial conseguido por su primera novela, La mala costumbre, en la que la autora explora el difícil camino que le tocó recorrer hasta asumir su condición de mujer trans. Temí encontrarme ante una de tantas figuras pseudoliterarias que obtienen pingües beneficios lanzándose de lleno a terrenos de ruidosa actualidad. A los pocos segundos de la entrevista, me había dejado ganar por la sencillez y la sinceridad de esta escritora que no duda en exponer ante los demás sus zonas más vulnerables y que vive su éxito con una nada habitual mezcla de sorpresa y humildad. Termino ahora su novela con el gozoso resultado de haber dinamitado todos mis prejuicios iniciales. La mala costumbre es una novela emocionante, intensa, llena de vida. No me resisto a relatar brevemente su portentoso punto de partida: dos muchachas embarazadas se cruzan en la calle con una vieja de aspecto siniestro de la que se burlan con esa cruel inconsciencia propia de la juventud. La mujer responde haciendo un gesto ritual que se corresponde con la fama de bruja que la rodea. La risa de las embarazadas se trunca de golpe, igual que sucederá al poco con sus sueños. La que deseaba un hijo muy guapo traerá al mundo una criatura débil y espantosa. La otra, que ansiaba un hijo torero que la sacara de la pobreza, es la madre del narrador de la novela, un ser en las antípodas de la masculinidad tradicional, que se refiere a sí mismo en femenino desde que adquiere la capacidad de hablar y que crece con el íntimo convencimiento de ser una mujer. Esta explicación mágica de lo que se concibe en un principio como una condición desviada entronca con la columna vertebral de La mala costumbre, conmovedora crónica del doloroso camino de la protagonista hasta la asunción de su propia femineidad, narrada con una sorprendente alianza entre realismo y fábula, desgarro y poesía. Los dos escenarios principales de la acción, los barrios madrileños de San Blas y Chueca en los años noventa, encarnaciones respectivas del humilde origen familiar y de la puerta hacia la libertad, se convierten de la mano de Alana S. Portero en territorios míticos por donde transitan obreros, madres abnegadas, heroinómanos, homosexuales reprimidos, prostitutas y travestis que tienen la altura de ángeles caídos, de Áyax, de Oberón, de Calipso, de Medusa. Siglos de construcciones imaginarias y de fabulación vienen en ayuda de la joven sin nombre que busca reconocerse en un cuerpo que le es ajeno y ubicarse en un mundo cuyo rechazo la aterroriza. En ese viaje, encontrará los asideros de una familia sencilla que no puede proporcionarle comprensión pero sí un amor sin condiciones y de gentes de su misma condición que acaban funcionando como su familia, sin serlo. Son inolvidables las figuras de las tres prostitutas que ejercen de madres para la desnortada protagonista, del camarero abiertamente homosexual del emblemático café Figueroa y de Margarita, vecina de toda la vida y presencia exótica en un barrio obrero, la del hombre que asume su condición de mujer en una época de soterramiento y violencia. «Nadie sabe lo que ama una familia travesti», afirma con emoción la narradora en un sentido homenaje a las personas que le aportaron su afecto, sus consejos, su protección y sus cuidados en el difícil camino hasta el reconocimiento de la propia diferencia.

Es ya para siempre el último protagonista salido de la pluma de Paul Auster. Se llama Seymour Baumgartner y la primera vez que lo vemos está sentado en su despacho, trabajando en un libro. No podía ser de otra manera. Un buen número de personajes anteriores de este autor se nos presentan inmersos en la tarea de escribir. Pero, en este caso, la concentración se interrumpe de inmediato cuando Baumgartner se da cuenta de que necesita consultar un volumen que se encuentra en la planta de abajo. Empieza así el periplo matutino de un personaje que se hace de inmediato un hueco en el corazón del lector. Mientras baja la escalera, Baumgartner se acuerda de que debe telefonear a su hermana. No llega a hacerlo: un olor a quemado le avisa de que ha dejado olvidado un cazo sobre el fuego encendido. Al ir a retirarlo, se quema la mano; apenas tiene tiempo de meterla bajo el grifo de agua fría, cuando suena el timbre del teléfono. ¿Será su hermana, cansada de esperar su llamada? Suena una voz masculina. Es el inspector de la luz, disculpándose por no haber ido aún a leer los contadores. ¿Había quedado con este desconocido? Baumgartner no lo recuerda. Pasa de los setenta años, su memoria flaquea, su rutina diaria se va poblando de paseos sin sentido por la casa, acciones inútiles, pequeñas o grandes torpezas. Este eminente profesor, viudo desde hace diez años y afectado por la doble pérdida de su esposa y de las cualidades físicas y mentales, es el conmovedor protagonista del testamento literario de Paul Auster. A mí me ha conquistado desde la primera línea. De su mano, recuperamos la figura de la fallecida, Anna Blume, a cuya personalidad fascinante nos asomamos por la doble vía de los recuerdos de su marido y de textos autobiográficos que se insertan en la trama. Presenciamos también el renacer del deseo de vivir de su viudo, el intento de rehacer su vida sentimental, la ilusión cuando una estudiante le comunica su intención de realizar su tesis sobre la obra poética inédita de Anna. Esta historia crepuscular lanza constantes señales luminosas al lector; en la inevitable melancolía de los finales hay territorios poblados de vida, cuya hermosura se acrecienta por la certeza de su inminente desaparición. Y, hablando de finales, me resulta inevitable referirme al de la novela, desenlace abierto donde los haya, que deja al personaje en una situación apurada, a punto de empezar una nueva etapa de su vida, que el lector solo puede imaginar más allá del punto final. Maravilloso legado de Auster, una incitación a fabular, a construir historias, a compensar la dura realidad de la existencia con el consuelo de la imaginación. 

«Empecemos por el niño». Esta es la sencilla y contundente frase de apertura de Paraíso, del escritor tanzano Abdulrazak Gurnah. Es inevitable acordarse del archiconocido «Llamadme Ismael» con el que se inicia el alucinante viaje del joven protagonista de Moby Dick. Tal vez el parecido no sea casual: como sucede en la obra de Melville, Paraíso es la historia de un doble tránsito, el que conduce al pequeño Yusuf hasta territorios alejados de la tierra de su familia y a la vez hacia su ingreso en el mundo adulto. Una de las maravillas que nos brinda el género novelístico es la posibilidad de asomarnos a las vidas ajenas para reconocernos en ellas y dinamitar nuestra soledad o para asombrarnos ante las diversas formas y costumbres que adopta la existencia humana. Por eso me gusta acercarme de vez en cuando a la obra de narradores que reflejan sociedades muy alejadas de la mía. En esta ocasión, realizo este viaje de la mano de Yusuf, un niño de doce años entregado a un comerciante por su propia familia para saldar una deuda. Dicho comerciante (el «tío Aziz» para el pequeño, que pronto descubrirá que tal parentesco no es real) es una figura contradictoria y fascinante: noble, valiente y mesurado frente a las adversidades, justo y afectuoso con sus subalternos, pero capaz de cobrarse sus deudas sin vacilar por medio de jóvenes a los que aleja para siempre de sus familias y reduce, bajo un barniz de cuidado y consideración, a la condición de esclavos. Desgajado de sus raíces e inmerso en un mundo extraño para él, Yusuf irá descubriendo paralelamente la nueva realidad de su entorno y las trasformaciones de su propia persona en una edad crucial. Gran parte de ese aprendizaje se realiza de la mano de historias que cuentan los personajes con los que se va cruzando, representantes de una sociedad en la cual la oralidad y el acto compartido de contar y de escuchar son pilares fundamentales. Yusuf conoce así experiencias vitales y anécdotas sorprendentes, así como supersticiones e interpretaciones mágicas sobre los europeos, presencia inquietante cuyo avance amenaza con terminar con formas de vida tradicionales. Son preciosas las escenas que describen esas reuniones en las que los personajes adultos evocan, narran, discuten, construyen realidades con el poder de sus palabras, frente a la mirada asombrada del joven protagonista. El escalón definitivo en el proceso de este hacia la madurez es la expedición comercial que ocupa el centro de la novela. Merced a ella, el ya adolescente Yusuf –y nosotros con él– se adentra en territorios desconocidos, en una selva exultante y amenazadora, llena de belleza y de peligros, el ambivalente paraíso al que se refiere el título, descrito por el autor con extraordinarios brío y potencia. Es como si viajara al fondo de sí mismo, a la raíz de esa increíble eclosión de fuerza y desconcierto que marca el final de la infancia. 

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