EXTRAÑOS MARIDAJES

Siempre me ha conmovido el destino de las obras de arte que se exhiben en lugares de paso, escaleras y vestíbulos de museos donde los visitantes no se detienen, atentos a sus planos y sus audioguías, pendientes de encontrar la ruta hasta la pieza maestra que de ninguna manera pueden dejar de ver. Pienso con congoja en las horas de esfuerzo invertidas por los autores en crear el cuadro o la escultura frente a los cuales desfilan hornadas de turistas sin que ninguno se detenga a prestarles atención. Carlos del Amor cuenta en su libro Retratarte una anécdota que viene al caso. La cantante y actriz Suzy Solidor, que fue modelo de grandes artistas como Francis Picabia o Tamara de Lempicka, hacía exponer sus retratos en la sala donde actuaba. Si se encontraba favorecida, les reservaba un lugar de privilegio, donde el público pudiera admirarlos. Si juzgaba que no le hacían justicia a su belleza, los mandaba poner en los baños. Esta anécdota me consuela un tanto. Siempre mejor una escalera o un vestíbulo que el triste emplazamiento de un servicio.

El Museo de Bellas Artes de Valencia se abre con una enorme sala de la que parten varios pasillos que distribuyen a los visitantes. Por lo que pude ver el pasado mes de julio, todos los que accedemos tenemos una reacción similar. Primero nos detenemos, algo sobrecogidos por la grandeza del espacio, ya que se trata de una sala amplia y de paredes blancas, de dos pisos de altura y rematada por una cúpula pintada de un intenso color azul. En seguida, pasado el primer impacto, acudimos a los paneles informativos dispuestos en un lateral, donde un plano del museo informa de la ubicación de las secciones en que están divididos sus fondos. Nadie se detiene a mirar las obras que rodean el vestíbulo, dispuestas en los amplios nichos que se abren en sus muros. Son lienzos de gran tamaño frente a los cuales se sitúan unas cuantas esculturas elevadas sobre pedestales. Confieso que yo tampoco les habría dispensado mayor atención que un vistazo general, de no ser porque el juego de la perspectiva creaba curiosas alianzas entre ellas.


Estas cinco monjas que aguardan sentadas la partida de su tren han encontrado, por azares del destino, un inesperado compañero para su espera, un tipo apuesto con la capa briosamente echada sobre la mano derecha, donde sujeta unos papeles. Ellas son las protagonistas del cuadro de Cecilio Pla y Gallardo Heroínas, que refleja una escena presenciada por el pintor en una estación, donde se mezclaban soldados que partían a la guerra de Cuba y monjas de la Caridad cuya misión sería cuidar de los heridos en la contienda. El joven de rizos e indumentaria romántica que se ha colado con tanta desenvoltura en el grupo de las religiosas es un modelo en yeso de la escultura en bronce del duque de Rivas realizada por Mariano Benlliure. El monumento definitivo se encuentra en los jardines de la Victoria de Córdoba, patria chica del dramaturgo y poeta; el modelo en yeso, más humilde pero lleno de espontaneidad, se ha quedado a vivir en el vestíbulo del Museo de Bellas Artes de Valencia, donde se integra de forma involuntaria con el lienzo colgado en el muro tras él. A mí me encanta esta casualidad que ha juntado a los seis jóvenes de tan distinta condición en una improbable espera común. Me parece incluso que la monja sentada en el centro del banco ha abandonado su lectura unos instantes para observar al intruso, con sorpresa no exenta de admiración.


El hombre enjuto que levanta una cruz en medio de un tumulto de difícil comprensión es San Telémaco, mártir cristiano del siglo IV empeñado en poner fin a las luchas de gladiadores del Coliseo y que, en medio de su exaltada invocación, es rodeado por una fantasmagórica marea de vírgenes y mártires que bajan en tropel del más allá en su ayuda. Este cuadro de dimensiones descomunales y febril espíritu romántico se titula Visión del Coliseo. El último mártir y fue pintado por José Benlliure, miembro de una ilustre familia de artistas. El lienzo ocupa con su desmesura uno de los huecos que rodean el vestíbulo del museo, donde tiene una espectadora fija que aparta la cara, como sobrecogida por su frenética composición. Ella es una mujer anónima esculpida por el sobre todo pintor (pero también escultor) Ignacio Pinazo. La mujer aparece desnuda sobre unos paños primorosamente dispuestos y, al volverse hacia quien la contempla, muestra un perfil griego de singular perfección. No podrían ser más distintos el cuadro y la escultura situada frente a él. La oscuridad, la grandilocuencia y la confusión frente a la serenidad y el clasicismo. Empiezo a pensar que quien ha diseñado la ubicación de las obras de este vestíbulo tiene un interesante sentido escenográfico y disfruta con las locas alianzas, con los extraños maridajes creados por la perspectiva. Dejo a continuación imágenes de las cuatro obras de las que hablo en la entrada para someterlas a su contemplación individual. Verlas una a una me suscita sentimientos encontrados. A veces, el azar se manifiesta como un gran artista.

Heroínas de Cecilio Pla y Gallardo (1897)

El duque de Rivas de Mariano Benlliure. Modelo en yeso (1929)

Visión del Coliseo. El último mártir de José Benlliure (1885)

Mujer de Ignacio Pinazo (1946)

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