NIÑA DESCALZA CON VESTIDO BLANCO

Es mi primer día de vacaciones de verano y estoy ejerciendo de guía para una visitante foránea en el Museo del Prado. Llevamos casi dos horas y media y no me canso del espectáculo: el asombro, la emoción al contemplar al natural cuadros que se han visto hasta la extenuación por medio de reproducciones, me remiten a asombros y emociones similares experimentados por mí en museos remotos. Pero ahora estoy en casa y mi misión es seleccionar, localizar, acompañar. Me pierdo unas cuantas veces, lo confieso: el Prado es como un domicilio que periódicamente renueva su distribución y deja a sus habitantes sumidos en el desconcierto, dándose de bruces con un despacho donde esperaban encontrar el dormitorio. Los retratos cortesanos de Goya están, de hecho, en una sala distinta a la que les adjudica mi recuerdo. Paseamos frente a las versiones vestida y desnuda de la Maja, comentamos el impresionante entramado de relaciones personales que se trasluce en la Familia de Carlos IV, sonreímos frente a la entrañable paz familiar que respira el retrato de los duques de Osuna y sus hijos. Y, de repente, nos asalta una pequeña intrusa. Avanza hacia nosotras natural, viva, llena de espontaneidad, emergiendo de un espacio indeterminado de color gris. Lleva una muñeca en la mano, un coqueto lazo verde debajo del pecho y el pelo rizado y suelto. Va vestida de blanco; poco vestida, en realidad, teniendo en cuenta la época de la pintura y el hecho de que, según nos informa la cartela, se trata de un retrato de la que será en el futuro la duquesa de Abrantes. Pero esta noble en miniatura de finales del siglo XVIII va apenas tapada por un vestido casi transparente, cuya falda levanta con gracia para mostrar sus pies desnudos y sus gordezuelas pantorrillas. Mi acompañante mira el cuadro con una sorpresa equiparable a la mía. «¿Quién es?», me pregunta. Le confieso que no había visto nunca a esta deliciosa niña descalza con vestido blanco. Llevo media mañana ejerciendo de maestra de ceremonias en el (para mí) más familiar de los museos y de pronto me ha salido al encuentro una desconocida. Ha sido como descubrir a una pequeña intrusa en el salón de mi casa. 

Agustín Esteve y Marqués pintó a la jovencísima Manuela Isidra Téllez-Girón en el verano de 1797. En el ángulo inferior izquierdo del cuadro se deja testimonio de la corta edad de la modelo: treinta y dos meses. Frente a los habituales retratos cortesanos dieciochescos, en que los niños aparecen ataviados con indumentarias que reproducen las de sus mayores, esta pequeña, casi un bebé, se nos muestra libre y desinhibida, despojada de ataduras. Al parecer, las ideas más avanzadas de la época sobre crianza y vestimentas infantiles recomendaban el empleo de prendas que no impidieran la libertad de movimientos y que ayudaran al fortalecimiento y el cuidado del cuerpo en desarrollo. La pequeña Manuela Isidra es una de las afortunadas por la aplicación de estas teorías innovadoras. En contraste con tantas y tantas nobles coetáneas que nos observan desde los lienzos encorsetadas, rodeadas de objetos y aderezos, constreñidas por telas rígidas y prietas ataduras, la futura duquesa se presenta ante nosotros como una criaturilla salida del mágico mundo del juego y de la despreocupación. Por no tener, no tiene a su alrededor mueble ni obstáculo alguno que se interponga en su camino. Lejos, muy lejos queda todavía el ducado de Abrantes. Dichosa ella. 

Mi acompañante y yo permanecemos largo rato contemplando este cuadro que no esperábamos. Que nos perdone don Francisco: le dedicamos más atención que a los retratos circundantes, firmados todos por Goya. Yo diría que a la pequeña modelo le divierte semejante irreverencia y que se ríe con el brillo vivísimo de sus ojos negros. De hecho, la muñeca que lleva consigo se parece de forma extraordinaria a la imagen de la duquesa de Alba que nos transmitió el gran maestro: el talle grácil, la melena oscura y rizada. De la mano de esta chiquilla aún libre de prejuicios, hasta los intocables del arte se transforman en un juego. A mí me parece que esta niña vive atrapada para siempre en el verano en que Esteve se aplicó a inmortalizarla con semejante alarde de encanto y sencillez. Me acuerdo entonces de que es mi primer día de vacaciones y la coincidencia me hace sonreír. En esos momentos, yo también me siento libre y sin ataduras, caminando descalza, con tiempo para mi juguete favorito, entregada a la ilusión de vivir en un verano perpetuo.

Comentarios

  1. ¡Qué hermosa página! La niña-escritora empieza sus vacaciones.

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  2. Supongo que haberme dedicado a la enseñanza y estar sujeta al calendario escolar me ha hecho permanecer cerca de aquella niña que a comienzos del mes de julio sentía que las vacaciones no tendrían fin. Aquellos veranos de la infancia... Un simulacro de la eternidad. Un abrazo, Rubén.

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