Han pasado trece años desde que la exposición Transtempo del Círculo de Bellas Artes me permitió acercarme con profundidad a la figura de Cristina García Rodero. He tenido que buscar el dato en la red: la experiencia me parecía lejana, pero el impacto que me causó me la acercaba engañosamente en el tiempo. Porque pocas miradas me apelan y revuelven por dentro como la de esta fotógrafa aguda, irónica, dura, sin concesiones y con inesperados resquicios para el lirismo. Más de una década después, el Círculo vuelve a desplegar ante nosotros la formidable obra de esta autora en la muestra titulada La mirada oculta, que supone un repaso asombrado e inmisericorde a esta España de nuestros pesares y a sus costumbres más enraizadas y ancestrales.
La maravilla de lo instantáneo: La Tabúa, fotografía tomada en Zarza de Montánchez en 1985. El poder visual de esta imagen es tal que resulta fácil sentirse hipnotizado por ella. Los expresivos rostros de las ancianas, el oportuno brazo alzado que proporciona un eje central a la composición y la mágica cortina blanca que cubre a los personajes crean un conjunto tan atractivo que se justifica a sí mismo. Cuando el espectador finalmente reacciona y busca información para saciar su curiosidad, descubre que en la localidad cacereña que aparece en el título se celebra anualmente una fiesta que conmemora una victoria sobre los musulmanes y en la que se deja caer sobre los asistentes semillas de enea, que se desmenuzan y crean el efecto óptico de una nevada. Esos son los copos blancos que en la fotografía otorgan un halo de irrealidad a los rostros cuarteados como la tierra, atravesados por una alegría ruidosa y desinhibida. En La Tabúa de García Rodero, lo real y lo ilusorio se dan la mano.
Tal vez la imagen más pictórica de la muestra y una de las más antiguas: Procesión del Santo Cristo, fotografía tomada en la localidad zamorana de Bercianos de Aliste en 1975. Es inevitable pensar en Zuloaga y en sus trágicas plasmaciones del alma española a través de personajes secos como rocas que se recortan sobre cielos de tormenta. Los procesionantes de García Rodero, con sus austeras vestiduras y sus expresiones solemnes, componen un conjunto majestuoso y que cuesta creer improvisado. No se puede ser más sobrio, más recio, más castellano. Es impagable la figura del hombre que se inclina sobre su libro, devoto y concentrado, y que crea una mella en la sucesión de figuras que parecen talladas en madera, como el Cristo que las precede. Con frecuencia sucede algo así en las fotografías de García Rodero: el movimiento imprevisto, la alteración repentina que reordena el conjunto y le da un nuevo sentido compositivo.
Me ha costado encontrar una reproducción aceptable de El soñador, fotografía realizada en Velilla de Ebro en 1986, probablemente una de las menos difundidas de la muestra, pero no podía renunciar a incluirla en esta selección. Frente al impacto y el efectismo de sus compañeras, El soñador es una imagen sutil que emociona con la suavidad de sus sugerencias. En medio de un paisaje velado del que se adivina la dureza, junto a una torre carcomida por el tiempo y unos tejados de casas tradicionales, se recorta la figura de un muchacho encaramado en lo alto de un edificio, volviendo hacia lo alto su rostro ensimismado, como recibiendo la bendición de un rayo de sol o de un ensueño que lo aleje de un entorno gris, caduco, opresivo. Un soñador que vuela con su imaginación sobre los campos resecos, sobre los restos de glorias pasadas; si me apuran, sobre la España negra y primitiva que lo vigila y lo rodea desde las imágenes que lo circundan en la sala de exposición.
Uno de los atractivos de la mirada de García Rodero es su capacidad para poner títulos sugerentes, que con frecuencia se adentran en el terreno de la poesía. Es el caso de esta sorprendente imagen tomada en Vigo en 1987 y que responde al no menos sorprendente título de El caballo que se bañaba en el mar. Ignoro la historia que subyace a esta escena casi onírica, a esta fabulosa confluencia entre el caballo a la carrera y el trayecto de la moto con sus dos ocupantes siguiendo la fachada en curva, pero la sospecho más banal y menos sugestiva que la impresión que produce enfrentarse a ella sin explicación alguna. Por una vez, me resisto a buscar información al respecto. Que el caballo se bañe en tantos mares como personas contemplen la fotografía. Que perviva el misterio.
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