LECTURAS DE ABRIL (2024)

Vuelve Eloy Tizón, tan cortazariano como siempre y más kafkiano que nunca. Y lo hace diez años después de la publicación de su anterior libro de relatos, Técnicas de iluminación. Tizón es de esos narradores que se prodigan poco y que compensan con creces la impaciencia de sus seguidores con cada nueva entrega de su visión personalísima del mundo y de su deslumbrante manejo del idioma. Cabe imaginárselo durante el largo tiempo que separa sus publicaciones escribiendo y reescribiendo, eliminando lo accesorio, puliendo con el exquisito cuidado de un miniaturista. Y también —de ahí su genio— guiado por repentinos raptos de inspiración, por insólitos resplandores que traen consigo el alumbramiento de realidades insólitas, de formulaciones bellísimas. No es casualidad que en el título de este nuevo volumen resuene la idea de iluminación que aparecía en el anterior: Plegaria para pirómanos. Decía al comienzo de esta reseña que Tizón se muestra más kafkiano que en ocasiones anteriores. La incertidumbre, la desubicación y la sensación de extrañeza frente a un mundo incomprensible dominan estas historias que nunca derivan hacia donde prevé el lector y que se construyen sobre el absoluto desconcierto de sus protagonistas (y, a la vez, de los lectores). Pero no faltan en ese universo inquietante los rasgos de humor. Resaltaré en este sentido el relato titulado Agudeza, delirante historia de un joven que es detenido por la policía cuando pasea para acostumbrarse a unas lentillas nuevas y que se sumerge en el enloquecido ambiente de una comisaría sin que nadie le explique el motivo de su detención y —lo que es aún peor— sin ser capaz de quitarse los objetos extraños que le causan intolerables molestias en los globos oculares. Es como un Kafka pasado por el tamiz del humor de Julio Cortázar. «Escribir un libro es perseguir el fantasma de un libro», afirma Tizón en uno de los relatos que forman este volumen. Puestos a elucubrar de nuevo sobre este escritor y su proceso creativo, me gusta imaginarlo así, persiguiendo una idea volátil, intentando poner en palabras lo que solo conseguirá ser en última instancia un pálido reflejo de las imágenes de su cerebro enardecido. Cada uno de sus relatos despierta en mí una doble admiración: Qué difícil. Qué hermoso. 

Una joven se precipita desde un puente al volante de su coche y muere en el acto. Una mujer esconde la única foto que conserva de un hombre muy importante para ella en el interior de un libro que está segura de que nadie abrirá. Una pareja cuya identidad ignoramos se reúne en sucesivas habitaciones en lo que parecen citas clandestinas. En algún momento de esos encuentros, el hombre cuenta una historia que siempre deja incompleta y que continuará en la siguiente reunión; una historia inquietante, ambientada en un planeta desconocido, llena de misterio y violencia. Este es el intrigante planteamiento de El asesino ciego, novela que en el año 2000 le valió el Premio Booker a la siempre sorprendente Margaret Atwood. La estructura del relato, que va alternando distintos hilos narrativos, no es una elección casual: el lector avanza por sus páginas a ciegas, buscando puntos de referencia con los que orientarse, como el asesino que da título a la novela. Este «asesino ciego» es un personaje de la misteriosa historia que se desarrolla en los encuentros de la pareja de amantes, pero también un símbolo muy poderoso: el de la incapacidad (o la falta de voluntad) de ver el fondo de las pulsiones humanas y de vivir conforme a la verdad, por dolorosa que sea. La voz que sirve de hilo conductor de la trama es la de Iris Chase, una anciana que reconstruye su vida y la de su hermana Laura, muerta en el terrible accidente que abre la novela. Las relaciones familiares, los problemas económicos vinculados a la situación del Canadá de entreguerras, la sumisión a un marido rico para evitar la ruina de la familia y, sobre todo, la ocultación y la profunda hipocresía social, son los temas que se desarrollan en esta novela plagada de personajes memorables: Laura, la impulsiva e imprevisible hermana menor; la criada Reenie, encarnación del sentido común, sustituta de la madre muerta prematuramente; Richard Griffen, el marido poderoso, y su hermana Winifred, de una superficialidad cruel. Y, por supuesto, la enorme figura de la narradora, la anciana que lucha contra sus limitaciones físicas para escribir la historia que deje constancia de la verdad que yace oculta bajo un manto de convenciones y mentiras. 

Por alguna razón que supongo derivada de la ingente cantidad de libros que llaman mi atención, no había leído hasta ahora a Maryse Condé. La reciente noticia de su fallecimiento me ha llevado a subsanar esta omisión. La muerte de un escritor produce en mí dos posibles efectos: la tristeza de saber que alguien a quien conozco no está ya con nosotros o la vergüenza por no haberlo leído cuando estaba vivo. No es una reacción racional, pero me sucede por sistema. Y creo que no soy la única: cuando muere un autor, resulta difícil conseguir el acceso a sus obras en la biblioteca digital que manejo habitualmente. Somos unos cuantos, al parecer, los lectores con tendencia a estos homenajes póstumos. Pero volvamos a Maryse Condé. Al saber de su desaparición el pasado 2 de abril, me apresté a subsanar mi desconocimiento sobre ella con una obra de título precioso y expresivo: Corazón que ríe, corazón que llora. Se trata, como reza su subtítulo (Cuentos verdaderos de mi infancia), de un conjunto de textos que recogen los recuerdos de la escritora desde su nacimiento hasta la primera juventud. Conocemos así su extemporánea llegada al mundo en la colonia francesa de Guadalupe, en el seno de una familia en la que ya no se esperaba nacimiento alguno; la poderosa influencia de sus padres, orgullosos defensores de su condición de franceses, al mismo nivel que los habitantes de la metrópoli; la tortuosa relación con la madre, teñida a partes iguales de amor y de desencuentros; el ruidoso e indeterminado tropel de hermanos, mucho mayores que la protagonista, entre los cuales destaca la entrañable figura de Sandrino, el más cercano a la pequeña de la casa y muerto antes de llegar a la edad adulta; su amiga del colegio Yvelise, apacible contrapunto a la viva y extravagante Maryse; la maravillosa tata Julie, una de esas criadas vinculadas al destino familiar y con la que se establecen lazos de afecto más profundos que los que unen a los que comparten la misma sangre. En estos textos breves, auténticos retazos de vida, por debajo de las anécdotas de infancia y la presentación de los personajes, se va deslizando el retrato de una época y un ambiente, la Guadalupe de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, en la que, según dice la propia autora, «la gente no se mezclaba. Los negros se quedaban con los negros. Los mulatos con los mulatos. Los blancos no salían de su círculo blanco y santas pascuas». Dinámica, llena de gracia y humor, con la palabra justa, Maryse Condé nos guía por aquellos años en los que la niña que fue toma conciencia de su negritud a costa de algunos malos tragos, forma su carácter fuerte y al margen de normas, sale al mundo y, en el texto que cierra la obra, se aleja de la mano del que será el padre de su primer hijo, dejando atrás (en una elocuente imagen) a su soledad, que la despide desde una esquina «agitando débilmente la mano». Corazón que ríe, corazón que llora me ha enternecido, me ha hecho reír, me ha aportado una visión esclarecedora sobre una personalidad y unas circunstancias fascinantes. Siento ahora, ante la idea de la pérdida de su autora, una pena retrospectiva.

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