LECTURAS DE OCTUBRE (2023)
Leí No te veré morir al poco de publicarse,
circunstancia harto extraña en mí, lectora sin espacio para nuevos libros que
se nutre de los préstamos de bibliotecas y que debe por ello apuntarse a
interminables listas de espera cuando se trata de obras que despiertan
expectación. El caso fue que un regalo a una persona muy cercana ―y enamorada
del gran Muñoz Molina― puso a mi disposición un ejemplar la semana misma de su
puesta a la venta y me colocó por una vez en el agraciado grupo de los que
saben de qué se está hablando cuando saltan a los medios las reseñas y
entrevistas sobre una nueva novela. Me adelanté incluso a todo ese batiburrillo
informativo y, cuando empecé la lectura, solo sabía dos cosas: la procedencia
del hermoso título (el verso final de un poema de Idea Vilariño) y una
peculiaridad ortográfica, la carencia de puntos en las primeras setenta páginas
de la novela. Así pertrechada con la maravillosa inocencia del lector que no
sabe lo que se va a encontrar, me adentré en los recuerdos del protagonista,
Gabriel Aristu, vinculados sobre todo a una relación de juventud que quedó
inconclusa y por ello petrificada en su bella condición promisoria: el amor que
lo unió a Adriana Zuber durante poco tiempo en la vida real y durante toda su
existencia en el recuerdo. Las sinopsis que aparecen en solapas,
contraportadas, páginas web de librerías y revistas literarias insisten en
buscar la esencia de la novela en esa melancolía que producen los amores no
realizados; olvidan, en cambio, la tercera figura de importancia en la novela,
la de Julio Máiquez, casual interlocutor de las zozobras de Aristu, que será un
inesperado vínculo entre los dos amantes separados por el tiempo y el espacio y
que aportará sus propios recuerdos, sus frustraciones, su dolor por una pérdida
que opaca toda su existencia. Hace ya mes y medio que leí esta novela y
por ello he olvidado ya unos cuantos de sus detalles ―ay, esta memoria de
lectora, que ya no es la misma de antaño―, pero quizá por eso mismo puedo
captar mejor su esencia, ese regusto que subyace a lo concreto y que es lo que
perdura en el recuerdo una vez que se borran los componentes de la historia. No
te veré morir me parece una cantata a dos voces, las de los dos personajes
masculinos, que lamentan las oportunidades perdidas por las propias decisiones
o por las ajenas. Aristu eligió una vida de prestigio y de riqueza, lejos de su
patria y de sus sacrificados padres, que lo apostaron todo a cambio del éxito
profesional de su primogénito, y también de la mujer con la que tenía una
comunicación absoluta. Máiquez convalece de una separación que ha destruido por
completo sus relaciones familiares y lo ha catapultado a la más absoluta
soledad. Aristu perdió a la mujer a la amaba y Máiquez, el amor de su hija.
Entretejido en sus nostalgias y sus recuerdos, Muñoz Molina nos habla de los
jirones en que se deshacen nuestros sueños y propósitos, de la constante renuncia
que supone el hecho de estar vivo. Y por cierto: las tan cacareadas setenta
páginas sin un solo punto se leen sin mayor problema. Se lo he oído decir al
mismo autor en una entrevista, con una seguridad que no contradice a su
habitual modestia: nadie puede perderse al leer ese largo flujo de conciencia
inicial, porque está hecho para ser entendido. Sin duda, Muñoz Molina se puede
permitir esa seguridad en sí mismo. Es un maestro.
Me levanto un domingo por la mañana a una hora
absurda por lo temprana y la vida me premia con un programa de radio en el que
hablan de una escritora para mí desconocida, la coreana Han Kang. La locutora
comenta que su novela La clase de griego, recién editada en España, está
basada de una experiencia personal de la autora, la pérdida de la capacidad de
hablar que afectó a esta durante un tiempo. Mi atención queda prendida de
inmediato. Una escritora que pierde el habla: me parece un punto de partida
apasionante y experimento, en consecuencia, el impulso irreprimible de leer la
obra. La compra del correspondiente ejemplar en formato digital convierte mi
deseo en realidad en apenas unos instantes. Descubro así a través de La
clase de griego a una escritora dotada de increíbles sutileza y sentido
poético. Si es así la traducción (y es el momento de agradecérsela a su autora,
la erudita Sunme Yoon), me planteo qué nivel de belleza alcanzará el texto en
su lengua original. La trama se basa en el encuentro de dos personajes en
situación de profunda vulnerabilidad: un profesor de griego antiguo que afronta
un acelerado proceso de deterioro de la vista y su alumna, una mujer que ha
perdido la capacidad de hablar a la vez que los asideros en la vida. Se trata
de dos personajes conmovedores, que producen una intensa emoción en el lector
sin necesidad de fáciles recursos al sentimentalismo; en este sentido, la
novela se sitúa en las antípodas de las manidas historias sobre la fraternidad
humana como forma de superar los obstáculos de la existencia. El pasado de
ambos protagonistas, evocado conforme al libre fluir de sus recuerdos, se va
reconstruyendo frente al lector de forma paralela al progreso de sus encuentros
en el presente, marcados por el silencio y, simbólicamente, por el aprendizaje
de una lengua muerta. La pérdida y las formas de afrontarla, la vulnerabilidad
y la entereza, son el tema fundamental de este libro lleno de lirismo y emoción
contenida. Hang Kan es una escritora comedida, con capacidad para sugerir y
emocionar sin alardes. Posee el don de la palabra justa que solemos atribuir a
los poetas. La lectura de La clase de griego produce en mí un doble
efecto: el deseo de conocer otras obras de la misma autora y el de una
relectura más profunda de esta, que me permita paladear mejor sus matices, su
delicada penetración en el alma de los personajes, su sentido homenaje a la
belleza y el valor de las palabras.
Las historias protagonizadas por niños llaman mi
atención de forma poderosa; tal vez sea que, a estas alturas de mi vida, me
sigo moviendo con más comodidad en el territorio de la infancia que en el de la
edad adulta y conecto antes con los personajes que aprenden a descrifrar el
mundo que con los que están ya instalados plenamente en él. Por ello es la
tercera vez este año en que una personita de trece años atrapa con firmeza mi
atención de lectora. Después de Thomas Tryon con El otro y Laird Koenig
con La chica que vive al final del camino, el británico Chris Whitaker
me ha tenido pegada a la pantalla de mi libro electrónico durante un número de
días que resulta llamativamente escaso en proporción a las más de cuatrocientas
páginas de su novela Empezamos por el final. Whitaker es autor de novela
negra y toma como punto de partida el más clásico y terrible de los comienzos,
el descubrimiento del cadáver de una niña. Este hecho espantoso tiene ramificaciones
que atraviesan los años y que, tres décadas después, seguirán afectando a
todos: al involuntario homicida, al jefe de la policía local y a los parientes
de la fallecida, entre los cuales se encuentran dos niños nacidos tiempo
después del hecho fatal pero que cargan con el más pesado de los lastres
familiares. Ellos son el pequeño Robin y su hermana mayor, Duchess, una muchacha
al borde de la adolescencia que se erige en fiera protectora del chiquillo y
que debe afrontar la inestabilidad de su madre y el abandono al que esta los
condena sin pretenderlo. Rabiosa, valiente, enfadada con su injusto destino,
una auténtica «forajida», como ella misma se denomina, Duchess es un
personaje memorable que suscita inmensa simpatía y cuyas peligrosas evoluciones
se siguen con el alma en un puño. Ella y su hermanito están trazados con
habilidad y comprensión por el novelista, capaz de reflejar la espontaneidad de
las conversaciones infantiles y los lazos de ternura establecidos entre ambos,
sin caer en el terreno de la gazmoñería. A ellos se unen otras figuras
inolvidables: la del jefe de policía Walker, que verá cómo su bondad e
integridad naturales se tambalean al afrontar una historia que no consigue
dejar en el pasado; la del asesino, el enigmático Vincent King, empeñado en una
expiación que supera con creces su responsabilidad en la tragedia; la del
abuelo de los niños, que bajo su lacónica rudeza guarda un tesoro de amor hacia
sus nietos. La historia está ambientada en la localidad californiana de Cape
Heaven, un enclave vacacional en decadencia en el que, simbólicamente, los
edificios cercanos al mar deben ser derribados por el deterioro del acantilado.
Un mundo que fue hermoso en otro tiempo pero que cede el paso a una realidad
distinta, construida inevitablemente sobre las ruinas del pasado.
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