Una exposición monográfica de la
Fundación Mapfre de Madrid permite hasta el mes de enero el acercamiento a
Medardo Rosso, un escultor incomprendido en su tiempo y al que la posteridad no
le ha brindado hasta el momento, al menos por estos lares, el puesto que se
merece en la historia del arte. La muestra está compuesta por una amplia
selección de piezas que son en realidad la repetición de unos pocos motivos que
interesaron de forma especial al artista. Y es que Rosso, igual que el pintor
que planta su caballete frente a un edificio o un paisaje y lo recrea una y
otra vez, empeñado en captar las variaciones de la luz sobre fachadas o masas
vegetales, repite hasta la extenuación ciertos motivos en un proceso de
indagación que trae como consecuencia obras similares en cuanto al tema pero
dotadas casa una de ellas de un espíritu singular.
Aunque me cuesta elegir entre las
piezas que tienen como centro la infancia, me quedo con estas dos variaciones
de la serie titulada Niño al sol, creadas con una década de distancia,
lo que pone en evidencia la reiterada atención de Rosso a ciertos temas que
volvían a él de forma cíclica. La primera de ellas está realizada en yeso,
material humilde, generalmente utilizado como un paso hacia la escultura definitiva
y desechado después por los artistas. La segunda versión está realizada en
bronce, material considerado usualmente más noble, pero que de la mano de Rosso
se convierte en una posibilidad más en su búsqueda de los matices de la
materia. Es un ejercicio delicioso pasear la vista frente a estas dos figuras y
a sus compañeras de serie, captadas con ternura y espontaneidad, todas
similares pero cada una diferente, con rasgos propios que vienen dados por las
características del material en que están fabricadas, pero se diría que también
por el movimiento del modelo, que parece vivo e inmortalizado de forma
instantánea por manos hábiles.
La conciencia social subyace a
esta constante exploración de las relaciones entre forma y materia. Rosso se
fija en los más desfavorecidos para realizar obras casi abstractas, alejadas de
una representación literal de la realidad, hasta el punto de que los títulos
adquieren un especial relieve como recordatorio de la intención del artista.
Así sucede en la conmovedora serie Niño en el comedor social o en el
conjunto de retratos de una prostituta que responde al hermoso y sobrecogedor
título de Carne de los otros. La que acompaña a estas líneas es una de
las piezas de esta última serie, realizada en cera. La fragilidad del material
se convierte en un expresivo símbolo del carácter vulnerable del personaje. El
rostro sereno de la mujer se confunde con la materia de la que está hecha. Su
condición humana parece deshacerse ante nuestros ojos: es pura cera. Pura
carne, a ojos de la sociedad.
Una parte importante de la muestra
la constituyen fotografías realizadas por el propio artista, preocupado por la
disposición de las piezas y el ángulo desde el que deben ser contempladas.
Rosso nos ha legado así su propia visión sobre las esculturas que podemos
contemplar al natural, pero también (y supongo que esto no estaba en su ánimo),
testimonios gráficos de obras que no han llegado hasta nosotros por motivos
variados. Podemos así conocer su impactante grupo escultórico Impresión de
ómnibus, destruido durante su traslado a una exposición en Venecia. Por lo
que podemos apreciar, la obra poseía el mismo carácter instantáneo que la
fotografía que la ha rescatado del olvido. Cinco viajeros de un tranvía aparecen
detenidos en un momento de su devenir cotidiano. Algunos miran hacia el frente
con esa expresión abstraída con la que nos acorazamos en los lugares públicos;
un hombre está reclinado, víctima de la somnolencia o del cansancio. Son
trabajadores, gente del pueblo, personas normales que han merecido la
inmortalidad gracias a la mirada aguda de un artista de lo fugaz. La fotografía
presenta el detalle curioso de mostrarnos la escultura cubierta en parte por
una tela que le sirve de protección. Es como si los personajes se taparan en su
viaje perpetuo, buscando resguardarse de las intemperies de la vida.
La
pieza más misteriosa de la exposición es otra escultura a la que una cadena de
circunstancias desgraciadas privó del contacto con una posteridad que tal vez
habría sabido valorar sus méritos. Se trata de París de noche, un
conjunto de gran tamaño realizado en yeso que recoge a tres figuras que, en una
original violación de la ley de la frontalidad de la escultura tradicional, nos
dan la espalda y se alejan de nosotros. La incomprensión de su época trajo
consigo que la pieza no se mostrara al público en la Exposición Universal de
1900. Fue adquirida por un particular, que la instaló en su jardín. La
fragilidad de su material selló su destino: la escultura se fue deteriorando
por su ubicación al aire libre hasta que la Primera Guerra Mundial terminó con
lo que quedaba de ella. Solo nos queda evocar el innovador conjunto creado por
Rosso a través de una fotografía realizada por su autor. Inclinados contra el
viento, ocultándonos su rostro, estos paseantes nocturnos se escapan a nuestra
contemplación y se adentran para siempre en la oscuridad de las obras de arte
perdidas que solo podemos aspirar a reproducir con la imaginación.
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