PARÁBOLA DE LOS CIEGOS
Pieter Brueghel el Viejo creó en 1568 una impactante pintura en la que, a diferencia de sus cuadros más célebres, las figuras humanas cobran una especial relevancia y restan protagonismo al paisaje. El escenario en el que transcurre la escena, de hecho, está captado de forma fragmentaria, por lo que resulta un tanto desconcertante para el ojo que se fija en él por primera vez. Se tarda un poco en reconstruir las líneas y formas que exceden los límites del lienzo y en distinguir el puente tendido en primer plano sobre un río que discurre también casi fuera del cuadro. Alrededor de una década antes, Brueghel había representado la caída de Ícaro por medio de unas piernas diminutas que se hunden en el mar en medio de un paisaje detallado y fascinante (casi parece un juego infantil: «¿Dónde está Ícaro?»). En esta ocasión, en cambio, parecen importarle lo justo el espacio, la vegetación, el horizonte y el firmamento: las figuras humanas se lo comen todo. Y esas figuras humanas son las de seis hombres ciegos que caminan en fila por un puente, dejándose guiar cada uno de ellos por el que le precede. En el momento captado por el pintor, el primero de la fila se está precipitando al río y el segundo, al notar la pérdida de su punto de apoyo, clava en nosotros sus cuencas vacías con expresión de asombro. El espectador capta su angustia y teme por el destino de los cuatro siguientes ciegos, que caminan obedientemente, ajenos a lo que les aguarda en las frías aguas.
Conocí este cuadro de niña porque, según creo recordar, aparecía en uno de aquellos libros sobre grandes obras de la literatura cuya lectura y consulta compulsiva de aquellos años no sé muy bien si es causa o consecuencia de mi desbordado amor por las letras. Supongo que resulta imposible discernirlo a estas alturas: para mí es un maravilloso y evocador círculo vicioso de la palabra escrita. El cuadro en cuestión aparecía, supongo, ilustrando alguna obra descarnada o satírica, tal vez un poema goliardesco o una narración sobre crueles tiempos pasados, o quién sabe si una visión moderna y simbólica como el Ensayo sobre la ceguera de Saramago o el Informe sobre ciegos de Sábato. Lo que sí recuerdo con precisión era el miedo que me producían estos personajes trazados con despiadado realismo, al borde de la caricatura. La figura del ciego que ocupa la posición central, con el rostro enjuto y las cuencas vacías, me parecía la representación misma de la muerte. En la vida adulta he asumido de otra manera a este pintor a medias cruel y evocador, que traza un puente entre el simbolismo medieval y la belleza del paisaje renacentista. Algunos de sus cuadros se encuentran entre mis favoritos y me han hecho pasar excelentes ratos cuando he tenido la suerte de contemplarlos al natural. No he visitado el Museo de Capodimonte, donde se exhibe La parábola de los ciegos, así que mi conocimiento de este cuadro procede de su reproduccción en libros o en la pantalla de mi ordenador. Estas figuras que provocaron mi miedo infantil se me antojan ahora desvalidas y conmovedoras: la inocencia y el abandono absoluto con que apoyan sus manos en el hombro de quien los precede o sujetan bastones que los conectan a una cadena condenada al fracaso me producen tristeza y ternura. Me veo también un poco reflejada; en el fondo, levantarse cada mañana e incorporarse a la cadena diaria de los acontecimientos es embarcarse en una hazaña arriesgada, que no sabemos si nos conducirá al desastre o al alivio transitorio de la noche.
Todo lo que acabo de escribir me ha venido a la cabeza como consecuencia de una escena que presencié hace unos días. Iba bajando una calle bastante empinada que conduce a mi casa cuando vi venir en dirección contraria a una singular pareja. La formaban un señor muy mayor y el joven que lo acompañaba. Iban tomados de la mano y subían trabajosamente la cuesta, el joven unos pasos por delante del anciano. Este último tenía la mirada perdida, no sé bien si porque su mente se había difuminado en las brumas de la edad o porque tenía un problema en la vista. En cualquier caso, transmitía la impresión de no estar viendo el camino que recorría y de depender por completo de la guía del hombre que lo llevaba de la mano. El problema era que este hombre, con la mano libre, iba sosteniendo un teléfono móvil en el que tenía fija la mirada. Ninguno de los dos veía. Pensé: «Se van a chocar». Me aparté para dejarles sitio en la acera y estuve tentada de decir algo cuando pasaban a mi lado, pero no lo hice. La visión me pareció inquietante. Un ciego guiando a otro ciego. De inmediato me acordé de Brueghel y del cuadro que marcó mi infancia. Seguí mi camino pensando que la parábola del viejo maestro ha adquirido en los tiempos actuales nuevos significados, igualmente perturbadores.
Interesante el paralelismo que estableces. En mi caso también veo uno. El de un fariseo ( hipócritas sujetos a la letra de unas más que dudosas normas) guiando a otros ciegos (metafóricamente gentes cegadas por el miedo y el odio) hacia un destino que acabará en la destrucción propia y ajena. También puede verse como una profecía de acontecimientos muy actuales que muchos lamentamos mucho y quizás tengamos que lamentar más aún.
ResponderEliminarLo que está claro es que el símbolo que Brueghel emplea (y que recibe de otros que lo emplearon antes) es muy poderoso y define la condición humana. De la cual se derivan, como bien dices, acontecimientos que lamentamos y lamentaremos.
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