LOS ÚLTIMOS DE LA LISTA
No me voy a referir a los alumnos que responden a recios apellidos españoles como Zamora o Zorita, ni a los de origen chino que rematan sus nombres con sonoros monosílabos como Zhang o Zhou. Todos ellos están abocados, qué duda cabe, a ser los últimos de la lista a lo largo de su carrera estudiantil. Son los que tienen que esperar más que el resto para recibir exámenes, notas y documentos varios, en el caso de que sus profesores sigan el cartesiano y tradicional método del orden alfabético. Están acostumbrados; siempre les toca esperar. Quién sabe si los ciudadanos apellidados Zamorano, Zúñiga o Zambrano llegarán a la edad adulta habiendo desarrollado el don de la paciencia en un grado más alto que sus compañeros de generación.
Pero, como decía al principio, no escribo estas líneas pensando en los viajeros del vagón de cola del abecedario. Los alumnos sobre los que me dispongo a escribir tienen apellidos que comienzan por distintas iniciales y se ubican en variadas posiciones en las listas de sus profesores. No son los últimos en el orden alfabético, sino en la memoria de quienes les dan clase. Son esos alumnos cuyas fotos tenemos que consultar cuando alguien nos habla sobre ellos. Están perdidos en el marasmo de nombres y rostros de comienzos de curso. No son molestos ni especialmente brillantes. No interrumpen las explicaciones ni charlan sin control. No realizan observaciones agudas o estrafalarias, en esa competición inicial por llamar la atención de sus profesores en la que participa un buen número de estudiantes. No faltan a clase, no acumulan ausencias ni retrasos. Aun así, no sabemos quiénes son.
A estas alturas de curso, pasado un mes de septiembre largo e intenso como un trimestre y recién iniciado un octubre que ―confío― devolverá al concepto «mes» su duración natural en torno a los treinta días, tengo varios ejemplos de esta categoría. En medio del centenar de alumnos a los que puedo identificar por su nombre e incluso atribuir rasgos de personalidad y de rendimiento académico, existen cuatro o cinco espacios en blanco en mi memoria. Se corresponden con otros tantos estudiantes que ocupan un puesto en mis clases desde el primer día de curso, que me escuchan y toman notas, que siguen mis indicaciones, que hacen los ejercicios y me los presentan. Cuando me los cruzo por los pasillos del instituto, los ubico vagamente en alguno de mis grupos. No soy capaz de saber si están o no en clase cuando tomo nota de las faltas de asistencia. Tienen que levantar el brazo pacientemente y esperar a que los localice; entonces yo finjo que no los he visto antes porque hay alguien de pie que me los tapa, porque estoy despistada, porque hay mucho revuelo, porque es viernes, porque qué sé yo. Intento disimular la verdad: no los he registrado aún en mi cerebro.
Yo también pertenezco al grupo de los últimos de la lista. No a los del apellido Z, sino a los que se instalan tarde en la memoria ajena. Lo comprendí desde que entré en el mundo laboral. Por muchos años que trabaje en el mismo instituto, con frecuencia se me hacen preguntas del tipo: «¿De qué asignatura das clase?», «¿Eres nueva en el instituto?», «Ah, ¿eres de Lengua? Yo creía que eras de…» Supongo que yo tampoco soy especialmente molesta o brillante, no intervengo de forma mordaz o estrafalaria en las reuniones de profesores, no compito por llamar la atención de nadie (si tal competición existe, creo que me esfuerzo más bien por lograr que me dejen en paz). Desde adolescente he sido así. Me gusta observar y tomar nota mental de la fauna humana y sus comportamientos. Gajes del oficio de narradora, supongo. Me pregunto en qué andarán perdidos mis estudiantes anónimos, los que tienen un rostro intercambiable con otros rostros, los que me observan y escuchan y no han dejado aún una huella reconocible en mi memoria. Siento por ellos un afecto especial y una fuerte solidaridad. Pertenecemos al mismo grupo. Me reconozco en ellos, aunque no sea capaz de recordar sus nombres.
Hermoso. Estoy también en esa lista
ResponderEliminarAunque creo reconocerte, el anonimato de tu comentario es un expresivo subrayado de tu inclusión en esa lista de los inadvertidos. Gracias, anónimo lector.
ResponderEliminarAy,Beatrice!!! Compañera de tablas y de aulas. Cuánta verdad. Muchas gracias por esta sutil observación. Por hacerme ver lo obvio. Bsss querida mía!!!!
ResponderEliminarSolo hay una persona en el mundo que me llame "Beatrice" y esa eres tú, compañera querida. Qué alegría saber que has pasado por este espacio; gracias por dejar constancia de ello con tu comentario.
ResponderEliminarLo que me parece increible es que eso te ocurra a ti porque Bea, no hace falta que hables, a ti se te ve. Y no hace falta que hagas nada. Tú estás.
ResponderEliminarNo es extraño que te parezca increíble, Lola, porque eres de las pocas personas que ha sabido verme desde el primer momento. Tampoco es extraño que eso no le suceda a la mayoría: tengo una singular habilidad para "disfrazarme de silla", como una amiga profesora suele decir para definir a los alumnos que se esfuerzan en pasar inadvertidos. Así disfrazada, contemplo la realidad a mis anchas, sin que nadie me perturbe. Es, sin duda, una posición excelente para una narradora.
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