LECTURAS DE SEPTIEMBRE (2023)
En la cubierta de mi ejemplar de esta
novela de Fernando Marías, se especifica que se trata de una edición especial, realizada
con motivo del XX aniversario de la publicación de la obra. Dicha cifra supone
una interesante curiosidad, ya que la historia que en ella se narra parte
precisamente de la invitación que un personaje hace a otro para que se remonte
veinte años atrás, al momento en que sus destinos se cruzaron por primera vez.
La larga carta que conforma la novela es, por tanto, una peculiar forma de
celebrar el vigésimo aniversario del encuentro entre quien la escribe, un
sofisticado delincuente de ámbito internacional, y quien la recibe, un
comisario de policía que puso todo su empeño en darle caza y lo consiguió. Lo
sorprendente de esta relación epistolar es que el remitente se suicidó hace
dieciséis años y afirma con total seguridad que el destinatario hará lo mismo
una vez que termine de leer la misiva. Este es el intrigante planteamiento de Esta
noche moriré: todo un reto para el novelista y un señuelo al que el lector
no puede resistirse. En mi caso, me faltó tiempo para hacerme con un ejemplar y
lanzarme a la lectura de esta novela que se sustenta sobre una doble
incertidumbre, la de seguir los retorcidos vericuetos de una venganza más allá
de la muerte y la de medir la capacidad del novelista para hacerla verosímil. ¿Puede
alguien dejar todo previsto para que, tras su muerte, las piezas que llevarán a
su venganza vayan cayendo una a una, como un despiadado dominó? ¿Puede un
novelista plantearse semejante desafío y salir airoso? En un curioso juego de
espejos, la pericia de ambos, autor y criatura, es el imán que tiene al lector
atrapado durante el tiempo en que se desenvuelve esta historia cruel e
ingeniosa.
Es Nochebuena. El profesor Andersen, un eminente
estudioso de la obra de Ibsen, está disfrutando en solitario de una cena
preparada con esmero. Es un hombre en la cincuentena, con una sólida reputación
académica. Es pulcro, educado, culto. Está solo, pero afronta el ritual
navideño con elegante serenidad. Ya en la sobremesa, se dedica a observar por
la ventana las celebraciones que tienen lugar en los pisos del edificio vecino.
Y es entonces cuando lo ve: un hombre estrangula a una mujer en una de las
casas de enfrente. La escena transcurre como una breve función teatral: el
recuadro iluminado, el agresor que aprieta con sus manos el cuello de su
víctima hasta que esta se desploma, la cortina que se cierra como el telón al
final de una representación. Este planteamiento, clásico donde los haya (y que
nos remite a maravillosas e intrigantes situaciones del cine de Alfred
Hitchcock), es el punto de partida de La noche del profesor Andersen,
del escritor noruego Dag Solstad. Pero ahí termina cualquier parecido con una
trama de novela o de cine negro. La vacilación del protagonista a la hora de
denunciar el asesinato abre una puerta que no conduce a una investigación
criminal, sino a un viaje hacia la conciencia del testigo. Todo se tambalea en
la vida de este hombre ordenado como consecuencia de la postergación de su
deber de denuncia. La relación con amigos y colegas a los que no se atreve a
confiar lo sucedido, la interpretación de su propio pasado e incluso su profunda
dedicación a la literatura son revisados a la luz de esta situación inesperada.
Lo inquietante de la novela no radica en el elemento criminal sino en la
exploración de una psicología a partir de un momento profundamente inexplicable
y de múltiples ramificaciones, aquel en que el profesor Andersen decide no
marcar el número de la policía.
Un aristócrata ruso afincado en París regresa a su
patria después de la revolución por motivos familiares. Allí es sometido a
juicio y se libra de la condena a muerte, esperable por su condición de
representante de los caducos valores nobiliarios, por una razón sorprendente:
un poema que escribió años atrás en el que parece rastrearse una llamada a la
acción revolucionaria. Se produce así el veredicto que lo condena a pasar el
resto de su vida confinado en el Hotel Metropol de la capital rusa. Este es el
original planteamiento de Un caballero en Moscú, novela en la que el
escritor norteamericano Amor Towles pasa revista a las consecuencias de la
revolución a lo largo de varias décadas a través de la carismática figura de
Aleksandr Rostov, el exaristócrata obligado a instalarse en una modesta
habitación de servicio y para quien las lujosas instalaciones del Metropol, con
su trasiego de viajeros, sus reuniones de autoridades y las intensas relaciones
de colaboración y rivalidad entre los miembros del servicio, se convertirán en
todo su mundo durante años. Towles elige como punto de partida la elegancia y
el humor; las tragedias e injusticias de tiempos tan revueltos llegan al lector
como un eco, por medio de los relatos de lo que sucede fuera, más allá del
exquisito ―y decadente― escenario en el que se desarrolla la acción. Rostov es
un héroe animoso, bienhumorado, con una increíble capacidad de adaptación. Lo
que podría derivar hacia una experiencia claustrofóbica se convierte en una
existencia colmada de intensas relaciones humanas. La profunda camaradería que
lo une al chef y al maître del restaurante, la divertida amistad que
entabla con una pequeña huésped y el posterior papel de padre que adoptará con
la hija de esta son el hilo conductor que traspasa los años y las décadas y produce
en el lector la impresión de estar siendo testigo de una vida que es la
antítesis del encierro y la limitación. De la mano de la gracia narrativa del
autor y del encanto de su personaje, el Metropol se convierte en un microcosmos
en el que todo está representado: los más nobles sentimientos, las
conspiraciones, las pequeñas mezquindades y las grandes intrigas, la
celebración del calor humano y el dolor por los ausentes.
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