MOMENTO RETRO
Uno de los personajes más detestables de la vida ciudadana es el conductor que se detiene en un semáforo con las ventanillas bajadas y la música a todo volumen, dejando salir sin obstáculo alguno el aluvión de notas y el percutir de ritmos que en ese momento acompañan su devenir urbano. Como si quisiera compartir con todos, llevado por una generosidad no solicitada, la pieza musical que le procura felicidad y que con frecuencia, me aventuro a afirmar, no se la procura en absoluto a los peatones que se disponen a cruzar la calzada frente al indeseado vehículo-altavoz. De hecho, los conductores que de forma tan incívica perturban la paz de sus conciudadanos suelen ser aficionados a géneros musicales que producen en mis oídos lo que podría denominar un auténtico sarpullido sonoro.
El verano tiene algunas ventajas y, aunque no lo había pensado hasta ahora, una de ellas es el hecho de que el calor agobiante obliga a los conductores a llevar subidas las ventanillas de sus vehículos, dotados mayoritariamente de aire acondicionado. Uno puede esperar en un semáforo o paso de cebra con la tranquilidad de que los coches que se detendrán en él serán recintos cerrados a cal y canto, portadores tal vez de infiernos musicales que no pueden agredir los oídos de los habitantes de la ciudad, ya bastante dañados por sirenas, bocinazos y taladros.
Pero la anécdota que me dispongo a contar contradice en buena medida esta malhumorada introducción. A principios de esta semana, en un mediodía de un calor plúmbeo, estaba yo esperando para cruzar una calle, contando con angustia los segundos que me separaban de alcanzar el espacio sombreado de la acera de enfrente. En el momento en que el semáforo cambiaba de color para indicar vía libre a los peatones, un llamativo vehículo vino a detenerse delante de mí. Como mi cultura automovilística es escasa, solo puedo explicar la singularidad del coche diciendo que era un descapotable de color rojo oscuro. Al volante iba un hombre joven, en torno a los treinta años; su compañera era una mujer de una edad similar. Mi interés por ellos se inhibió de inmediato ante la aterradora perspectiva de lo que estaba a punto de suceder: los vistosos ocupantes del no menos vistoso vehículo llevaban el aparato de música a todo volumen y, al detenerse, estaban a punto de tomar posesión del nivel auditivo de toda la calle. Dado que era difícil que pasaran inadvertidos, aquel amenazador aditamento me pareció una llamada de atención superlativa. Creo que me encogí como para esquivar el choque sonoro, pero lo hice apenas un segundo, porque de inmediato me vi rodeada por un ramalazo acústico a la vez conocido y tranquilizador, la envolvente, cálida voz de Charles Aznavour lanzando a los cuatro vientos el melancólico estribillo de Venecia sin ti: «Qué distinta Venecia si me faltas tú…»
Creo
que incluso me detuve en mitad de la calzada, ajena al sol que caía a plomo
sobre mi cabeza. Mi cerebro se veía asediado por imágenes en blanco y negro y
en technicolor que sustituyeron por un momento a la cegadora claridad de mi
entorno. Vi descapotables surcando las carreteras del celuloide clásico,
ocupados por galanes trajeados y bellas actrices cuyo cabello se desordenaba
artísticamente. Vi a Cary Grant y a Grace Kelly recorriendo a toda velocidad la
sinuosa cornisa de la Costa Azul en Atrapa a un ladrón; esa misma
cornisa en la que ella ―ay, cruel casualidad― encontraría la muerte años
después, transformada en Gracia de Mónaco. La orquestación sesentera de la
canción subía y bajaba emulando el movimiento del pañuelo atado al cuello de la
actriz, ondeando al viento. Por unos segundos ―los que tardé yo en alcanzar la
acera de enfrente y el semáforo en cerrarse― desapareció la tórrida pesadez del
mediodía de julio. Antes de que se perdieran para siempre calle adelante, lancé
una mirada de curiosidad a aquellos millennials que afrontaban con
regocijo las indudables molestias producidas por el menos práctico pero más glamuroso
de todos los medios de transporte, al son de una canción que ya era clásica
cuando ellos no habían nacido. Acostumbrada como estoy al desprecio de las
generaciones jóvenes por lo antiguo, les sonreí con gratitud. Acababan de
convertir un Madrid invivible en un simulacro de tiempos mejores, que lo fueron
precisamente por su irrealidad. El descapotable arrancó dejando tras sí los
ecos de la voz de Aznavour: «Hoy Venecia sin ti, qué triste y sola está…» En mi
sonrisa se coló ―era inevitable― un punto de melancolía.
Pues leñes, el viernes pasado volviendo con mi madre de la quimio el VTC, llevaba música clásica, deliciosa hasta que llegó una pieza, que no sabía de quién era pero si dónde la había oído, yo recordaba "Muerte en Venecia" con ese Dirk Bogarde y el me ilustraba con que era la Sinfonía 5 de Mahler, a veces la vida nos sorprende con momentos maravillosos. Puri
ResponderEliminarPocas piezas musicales me resultan más sugerentes que la que mencionas, en parte gracias a Visconti. Vi "Muerte en Venecia" cuando era muy joven y, desde entonces, no me he quitado de la cabeza la imagen inicial del "vaporetto" saliendo de la bruma bajo los acordes de Mahler. Como bien dices, de vez en cuando la vida (esto suena a mi querido Serrat) nos sorprende con momentos maravillosos.
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