LO QUE VEO DEL TEIDE
Una de las excelencias que aparece mencionada en la publicidad del hotel es el espectacular panorama sobre la isla vecina. Según creo recordar, era una publicidad honesta, que añadía la coletilla de «en los días despejados», pero es igual: la viajera ilusionada ―en este caso yo― se apresura a reservar una habitación con vistas al mar, lo que trae aparejada, entre otras maravillas, la presencia en lontananza del majestuoso Teide.
Llegada a mi destino, cuando abro las contraventanas de la terraza por primera vez, un tropel de estímulos asalta mis sentidos necesitados de evasión. Una palmera enorme agita sus ramas frente a la barandilla, produciendo un sonido aéreo que se confunde con el de las olas. Cientos de crestas de espuma surcan la superficie del mar, como saltarinas criaturas acuáticas. Un ferry enfila la bocana del puerto con limpia precisión. Plantas del jardín, espuma y horizonte forman un plácido conjunto que me compensa de inmediato del largo vuelo con escala. Soy tan feliz que tardo en echar de menos al ausente. ¿El Teide…? El Teide no está.
Comienza así el juego del escondite. Tengo tiempo libre ―mucho―, así que me siento a ratos perdidos en la terraza y escruto el horizonte, a ratos brumoso, a ratos cargado de nubes. Si me concentro, consigo por un instante atisbar la silueta imponente, la falda que se despliega sobre el océano, la ladera que asciende vertiginosa. Casi acierto a distinguir la cumbre de silueta inconfundible cuando una nube más densa se cierra sobre el espectáculo, como un grueso telón. Pasan varios días así, con la presencia apenas entrevista del coloso, tan cercano y tan remiso a dejarse ver.
Una mañana, paseo por el jardín del hotel y hago un doble descubrimiento: el Teide ha hecho por fin acto de presencia y no está donde yo creía. A la luz del amanecer (sigo con el horario peninsular y me despierto temprano), veo su silueta recortada detrás de un acantilado, bastante al oeste del punto donde lo había situado mi imaginación. La estampa, de una delicadeza tal que resulta inevitable acordarse de un grabado japonés, me emociona y me hace olvidar el bochorno por mi lamentable sentido de la orientación. Este Teide real está más lejos que el que habían puesto en pie los ojos de mi ilusión; está, eso sí, rodeado de nubes, que a primera hora del día le hacen tener la apariencia de un castillo volador y que se van retirando a medida que avanza la mañana. A mediodía, se dibuja en el horizonte con la claridad de la ilustración de un libro de texto. Me paso el día haciéndole fotos; como la pintora frustrada que soy, esgrimo el móvil en lugar de los pinceles para inmortalizar el Teide al amanecer, a media mañana, rodeado de nubes o irguiéndose límpidamente sobre la superficie del mar, asomándose por encima de las instalaciones del hotel, apoyado sobre una barandilla, adornado por la rama de un árbol o acompañado por un pesquero que se recoge después de la faena. En mi obsesión fotográfica, me acuerdo de Hiroshige y de sus vistas del monte Fuji; me acuerdo de Monet y su incansable plasmación de la catedral de Rouen bajo luces diversas. Carezco de talento pictórico y solo dispongo de la cámara de mi móvil, pero tengo la singular fortuna de que un volcán haya tenido a bien jugar al escondite conmigo.
Esta
entrada tiene un epílogo sucedido unos días después. El viaje de vuelta incluía
una escala en Tenerife, que se ofreció entero a la vista de los pasajeros del
pequeño avión con esa claridad, con ese didactismo de las islas, que
contempladas desde el aire evocan de inmediato su réplica en los mapas. Durante
largos minutos, el Teide desfiló, nítido sobre el cielo despejado, frente a mi
ventanilla. Me había tocado viajar en la salida de emergencia, por lo que mis
objetos habían ido a parar obligatoriamente al compartimento superior; me vi,
por lo tanto, privada de mi móvil e incapaz de inmortalizar este último
encuentro con mi adversario. Lo miré fijamente, fascinada, intentando fijar en
la memoria la foto que no iba a tomar, hasta que desapareció de mi campo de
visión. Pensé que había algo de desafío en su manera de exhibirse tan sin
tapujos frente a mis ojos en esa ocasión final. Su silueta me pareció más
airosa que nunca, despojada de su habitual círculo de nubes. Tal vez, en el
lenguaje de los volcanes, fuera la manera de manifestar que se sabía vencedor
de nuestro juego.
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