LECTURAS DE MAYO (2023)

Extrañas es mi primera incursión en la narrativa de Guillermo Arriaga, pero no mi primer contacto con el personal mundo de este autor, al que conocí en su faceta de guionista de cine a través de la singular y en mi opinión fascinante Babel. Estos mismos calificativos se pueden aplicar a Extrañas, una novela que no por moverse en territorios bastante hollados en los últimos tiempos ―la reconstrucción histórica, la exploración de los aspectos más sórdidos de la realidad― pierde ni un ápice de su fuerza ni de su radical originalidad. El arranque de la acción nos sitúa en la Inglaterra de finales del siglo XVIII, en las posesiones de los Burton, una familia de rancio abolengo y férreo sometimiento a las tradiciones. William, el primogénito, llamado a heredar el gobierno de la hacienda, recibe como parte de su formación la orden de familiarizarse con los territorios que algún día serán suyos. Y es así, mientras explora la dureza de la vida de los campesinos, cuando descubre la existencia de unos seres olvidados, los más míseros entre los míseros: son los «engendros», pobres criaturas con defectos físicos o mentales, a las que se mantiene con vida por miedo a la cólera divina, pero a las que se relega a una posición inferior a la del último de los animales. Impresionado y conmovido, William comprende que no desea ser un rico terrateniente, sino convertirse en médico para ayudar a esos seres desafortunados. Se inicia así un apasionante viaje a través de la medicina de la época, que va desde la inabarcable sabiduría del boticario Wright hasta los conocimientos ancestrales de los médicos egipcios, pasando por la monumental figura de Robert Black, un doctor especializado en el estudio y tratamiento de «monstruos», que se convierte en mentor del voluntarioso Burton. Racional y excesivo, generoso y arbitrario, adicto a la absenta hasta el delirio y capaz de los mayores logros y las mayores imprudencias, Black se erige como un personaje enorme, admirable y desesperante a partes iguales. De la mano de maestro y discípulo, el lector entra en contacto con las facetas más sombrías de la existencia humana: la deformidad, la desproporción, la anomalía, encarnadas en una galería de personajes condenados a exhibirse en ferias o a vivir en el más completo enclaustramiento. Esta novela sobrecogedora está escrita con un estilo vigoroso que viene dado, sobre todo, por un peculiar uso de los signos de puntuación que le confiere un ritmo rápido y enérgico. Llevada por esa urgencia, he recorrido sus cuatrocientas páginas sin desfallecer ni mirar atrás ni un segundo. Puedo asegurar que, cuando llegué al último párrafo, habría querido que mi convivencia con el joven Burton y su estrafalario (y genial) maestro Black se prolongara más allá del punto final.

En su prólogo a La gota de sangre de Emilia Pardo Bazán, la escritora Alicia Giménez Bartlett saluda con entusiasmo la osadía de la gran autora realista para adentrarse en el terreno de un género considerado menor en su época (y también en otras posteriores), el policíaco. Si hacemos caso a la voz de la crítica, en realidad lo que hace Pardo Bazán con esta novela breve es sentar las bases de dicho género en España. Y lo hace dando vida a un desenvuelto e impulsivo personaje al que bautiza con el adecuado apellido Selva. A diferencia de lo que cabría esperar, Selva no es un detective, sino un señorito que pasa sus días de teatro en teatro y de sarao en sarao, recorriendo con su don de gentes la vida social madrileña. El comienzo de La gota de sangre nos presenta al protagonista, que ejerce también de narrador, en un momento de profunda crisis personal debido al peor enemigo de quienes tienen la existencia resuelta: el aburrimiento. Quizá por eso es más fácil de entender que, cuando se cruza en su camino ―literalmente― un cadáver, Selva ponga todas sus energías y aptitudes al servicio de la búsqueda del asesino, aunque ayuda, por supuesto, el hecho de que él mismo sea considerado sospechoso del crimen. Espoleado por dicha circunstancia, así como por su insaciable curiosidad e impertinente don para colarse en las vidas ajenas, Selva ejerce de detective azuzando a sospechosos y desesperando a las fuerzas del orden, a las que se adelanta una y otra vez con su perspicacia. Este investigador improvisado tiene un inagotable desparpajo, un personal concepto de la justicia y grandes dosis de sentido del humor a la hora de relatar sus aventuras; es, en definitiva, un brillante precursor de la pléyade de sabuesos que poblarán historias semejantes en la época dorada del género. Señala con certeza Giménez Bartlett en su prólogo la admiración y cierta añoranza que le produce la riqueza del lenguaje. En efecto, en las antípodas del estilo utilitario tan usual en autores que pretenden ir al grano y enganchar al lector con la intriga, Pardo Bazán despliega un vocabulario amplio y expresivo, unas construcciones cuyo cuidado y sonoridad no van en detrimento de la eficacia. Puedo adelantar, sin temor a destripar el desenlace, que al final de la novela el protagonista decide continuar su recién descubierta vocación y viaja a Londres para estudiar a grandes maestros del arte detectivesco. A su vuelta, como le hace decir su autora no sin cierta ironía, tendrá amplia oportunidad de ejercer su nuevo oficio en Madrid, «donde reinan el misterio y la impunidad».

Qué endiabladamente bien escribe Benjamin Black. Siempre me sorprende comprobar cómo este alter ego de John Banville, creado para firmar obras más ligeras que las que conforman su ―llamémoslo así― «estilo serio», derrocha sabiduría en la plasmación de las conductas humanas y nos regala en cada línea un alarde de lenguaje preciso y expresivo. Por razones que tienen que ver, supongo, con mi impaciencia lectora y con los designios de las bibliotecas públicas que me suministran gran parte de los libros que consumo, he surcado de forma un tanto errática la trayectoria del singular investigador creado por Black, el patólogo forense Quirke. Comencé hace años con la quinta entrega de la saga, para luego retroceder e ir saltando en un orden que es todo menos orden y sin llegar a leer hasta el momento, cosa bien curiosa, la novela inaugural, en la que se presenta al personaje. Tengo por ello una visión fragmentaria y un tanto brumosa de la vida de este tipo turbio, de relaciones familiares complejas e imparable tendencia a la melancolía. En los últimos tiempos me he reencontrado con él a través de Muerte en verano y El otro nombre de Laura, cuarta y segunda entrega, respectivamente, de las aventuras de este doctor que debería tratar solo con cadáveres pero que se implica de forma inevitable con los vivos. Porque bastan algún elemento dudoso en una autopsia o la presencia de un personaje intrigante para que Quirke abandone su bata y su escalpelo para iniciar, o propiciar, una investigación en busca de la verdad. Dicho personaje intrigante se encarna en Muerte en verano en la enigmática esposa de un empresario que ha decidido poner fin a su vida; una autopsia no deseada por un viudo enciende las sospechas de Quirke en El otro nombre de Laura. Ambas novelas tienen varios elementos argumentales en común: un aparente suicidio como punto de partida, la exploración de las facetas más turbias de la sexualidad y las relaciones de pareja y el extraordinario peso de los personajes femeninos, uno vivo y otro muerto, la esposa del suicida en la primera de ellas y la propia suicida en la segunda. Un Dublín nada complaciente, aquejado por una impropia ola de calor o barrido por la doble grisura de la lluvia y de las sucias aguas de su río, es el marco de estas historias sombrías en las que los personajes beben y dialogan largamente mientras van desvelando sus facetas más ocultas. Dos novelas negras que el lector olvida pronto que lo son, urgido y seducido más por su ritmo envolvente y por el profundo conocimiento de la vida que denotan que por la intriga y la curiosidad por descubrir al culpable.

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