Llego
al Ateneo apenas pasadas las once de la mañana, momento en que comienza el
horario de visita a la exposición del pintor brasileño Lucas Arruda. Parte del
interés de la muestra es su ubicación en la biblioteca de la institución,
espacio reservado habitualmente a sus socios. Espero por ello encontrarme con
una cola de visitantes ansiosos por pasearse por tan privilegiado
emplazamiento, pero no es así. Mi acompañante y yo somos los primeros ―los
únicos, de hecho― que nos hemos desplazado hasta allí en esa fría mañana de
martes. Nos reciben una guardia de seguridad y una joven que se dirige a
nosotros con sonriente sorpresa:
―¿Vienen
ustedes a ver la exposición? ―nos pregunta, insegura.
Por
un momento, tememos que nos aclare que nos hemos equivocado de fecha o que un
imprevisto ha obligado a cerrar la muestra, pero no: con un gesto de alumna
emocionada en el día de su graduación, se aparta del mostrador que ocupa y nos
precede hasta la entrada de la biblioteca.
―Si
les parece, les voy a dar una pequeña explicación ―nos dice.
Nos
parece; incluso nos parece bien. Cualquier cosa nos parecería bien, de hecho,
cuando ante nosotros se abre la perspectiva de las paredes cubiertas de
estanterías de madera oscura, reluciente, con esa peculiar mezcla de vetustez y
esplendor de los objetos viejos cuidados con reverencia. Se nos escapan varias
exclamaciones gozosas y la joven pospone su discurso con la condescendencia de
la maestra que comprende las debilidades de sus alumnos.
―Hagan
fotos si quieren. Luego les explico.
Hacemos
fotos con empeño de adolescentes en la primera de las salas. Entramos en la
segunda: allí se encuentran, sobre los mostradores de lectura y las paredes,
mimetizadas con el conjunto de madera, las creaciones del pintor al que casi
habíamos olvidado a esas alturas. Nuestra guía se deshace en sonrisas y
disculpas. Se dispone a darnos la explicación que ya nos ha anunciado varias veces.
La escuchamos con atención; se la ve tan nerviosa que comprendemos que se está
estrenando en esa labor. Comienza informándonos sobre la biblioteca, el origen
de sus fondos y el extraño criterio de colocación de los libros, consistente en
respetar su emplazamiento original en las distintas donaciones que la
constituyen. El conjunto se nos revela de pronto como una suma de bibliotecas
privadas, con sus caprichosas disposiciones, que juntan en el mismo estante un
libro de ginecología, uno de poesía y varios volúmenes de derecho civil. Un
caos en el que los bibliotecarios previos a la era digital se adentrarían con
paciencia y audacia de expedicionarios, pero que dota al conjunto de una grata
animación: se diría que se oyen las pisadas de los antiguos dueños de las
colecciones que han venido a parar allí a lo largo de los años a establecer un
diálogo que ha sobrevivido a sus propietarios.
Entonces
nuestra entusiasta guía empieza a hablar de la exposición. Lucas Arruda es un
pintor brasileño, nos explica, y el nombre de la muestra, Assum Preto
(en portugués, “pájaro negro”) hace referencia a un ave con una singular
característica: el desagradable sonido de su canto, que produce el rechazo de
sus congéneres. A esas alturas, me he olvidado de la bisoñez y los nervios de
la guía y la estoy escuchando con auténtico interés, dudando si lo que se dispone
a contarnos es una referencia ornitológica real o pertenece al mundo de las
fábulas. El ave en cuestión ―continúa la joven― canta espantosamente mal
durante las horas de luz, pero, cuando se hace de noche, rodeada por la
oscuridad, se recoge sobre sí misma y sabe encontrar sus más armónicas notas.
El artista cuyas obras nos disponemos a ver ha querido tomar a ese pájaro como
símbolo de la búsqueda en el propio interior en medio del silencio y la soledad.
Observo
los cuadros de cerca y veo que lo que Arruda ha encontrado en esa
autoexploración es un paisaje exuberante, delicado, a medias real y a medias
ficticio, difuminado a veces hasta rozar la abstracción, precioso siempre.
Nuestra guía novel se ha despedido efusivamente y nos ha dejado solos ―seguimos
siendo los únicos visitantes― en medio de las evocaciones de una selva tropical
que parece pasada por el tamiz del ensueño o de la memoria. Me doy cuenta de
que no recuerdo el nombre del pájaro que da título a la muestra, y que tampoco
sé si el color que se le atribuye se refiere a su plumaje o a su vinculación
con la noche. Decido no preguntar y quedarme con la incertidumbre. Me siento
extrañamente afectada por la historia del ave solitaria que encuentra la
belleza mirando muy adentro en su interior, en medio de los tiempos oscuros.
Es como una selva, la amazónica, dentro de otra, la biblioteca. La una, verde y profunda, la otra oscura y también profunda. Así veo yo esta maravillosa biblioteca en la que tanta gente a la que admiro debió pasar largas horas entre el cálido follaje de la imaginación.
ResponderEliminarY con este hermoso comentario me transmites tu emoción.
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