AUTORAS DE ENERO
No
tenía referencia alguna sobre Hiromi Hawakami cuando emprendí la lectura de su
novela De pronto oigo la voz del agua: se trata de uno de esos casos en
que el poder de sugerencia de un título ha operado como un reclamo irresistible
para mí. Tampoco ha sido ajena a esa atracción la delicada imagen de la
cubierta de la edición de Alfaguara. Con motivos tan insustanciales, habría
sido fácil que la lectura no respondiera a mis expectativas, pero muy al
contrario, ha sido todo un descubrimiento encontrarme con el mundo hondo y
oscuro de una autora que recorre con elegancia los recovecos del alma humana,
incluidos los más incómodos. Con un ritmo demorado y un lenguaje hermoso y
poético, Hawakami reconstruye la vida de una familia a partir del momento en
que los hijos se instalan en la casa de su infancia tras la muerte de la madre
y la marcha del padre. La historia se inicia con una imagen poderosísima: en
uno de los cuartos, que está cerrado con llave y al que los protagonistas se resisten
a entrar, se han quedado encerrados varios relojes de pared del padre ausente.
A través de los muros se oye su tictac, un latido que en la oscuridad y el
silencio de la noche parece el pulso de la familia ahora disgregada, el latir
de un oscuro secreto que no se apaga del todo por más que se oculte tras una
puerta cerrada. Es la primera de las imágenes acertadas e inquietantes que
jalonan una historia contada con una ruptura constante del orden cronológico,
al ritmo de la suave sucesión de los recuerdos de la protagonista, que se
encadenan de forma natural, como mecidos por el agua que aparece en el título.
Esta obra de Hawakami es a la vez bella y perturbadora, exquisita y escabrosa.
Uno se lanza sin dudar a la plácida superficie de sus aguas y se deja llevar, a
pesar de la amenaza que, pronto resulta evidente, se oculta en las
profundidades.
Zuleijá
abre los ojos. Es una fría mañana de enero. Zuelijá se levanta de la cama y
nosotros con ella. Ingresamos así en su dura realidad cotidiana: la ventisca
que sopla en el exterior de la casa, los ronquidos del marido que duerme en el
lado de la estancia reservado a los hombres, el frío gélido que le quema los
pies, la oscuridad en la que la mujer se desenvuelve sin ser sentida. Zuleijá
es una campesina tártara que lleva quince años casada con un marido
notoriamente mayor que ella y que debe soportar la tiranía de su implacable
suegra. Es obediente hasta la sumisión, trabajadora y esforzada. No se queja,
no disiente, piensa apenas. La tradición de siglos y la voluntad de Alá pesan
sobre sus hombros y le impiden salirse del camino trazado. Pero entonces llegan
hasta su apartada aldea los coletazos de la revolución: las expropiaciones de
tierras y la deportación, que la obliga a realizar un viaje hasta las lejanas
tierras siberianas. Y es entonces cuando Zuleijá abre los ojos de verdad, a una
nueva vida. Este es el planteamiento de la maravillosa novela de la autora
tártara Guzel Yájina, quien al parecer ha utilizado experiencias de su propia
abuela para trazar la experiencia vital de su protagonista. Zuleijá abre los
ojos pertenece a esa estirpe de novelas largas a las que no les sobran
páginas y en las que el lector se sumerge con absoluto abandono. Durante los
días que ha durado su lectura, me he trasladado a la Rusia de los años treinta
del siglo pasado, he atravesado hermosos e inhóspitos paisajes, he sufrido con
las terribles condiciones de los deportados, he experimentado estrechez, frío y
angustia, pero también he conocido a personas extraordinarias y he sentido el
calor de la fraternidad humana en medio de la adversidad. La autora realiza un
soberbio retrato de su protagonista y de los personajes que la rodean en su
viaje. Son inolvidables el doctor Wolf Kárlovich, al que la necesidad de ayudar
a sus compañeros saca de las brumas de la locura; los componentes del «grupo de
Leningrado», representantes de la alta burguesía y de la
intelectualidad devoradas por el nuevo orden; el comandante Ignatov,
responsable de la expedición, entusiasta revolucionario que es presa de
profundas contradicciones en el curso de la misión que le ha sido encomendada.
Obstáculos, lealtad, traición, generosidad, valentía, renuncias, amor,
resignación, aprendizaje: de todo ello habla esta novela que compendia, en
definitiva, la extraordinaria aventura de vivir.
Dada
mi afición a la novela negra, resulta inexplicable el hecho de que no hubiera
leído hasta ahora ninguno de los libros de Alicia Giménez Bartlett
protagonizados por la conocida inspectora Petra Delicado, omisión que he subsanado
leyendo de una tacada los dos primeros títulos de la serie: Ritos de muerte
y Día de perros. Giménez Bartlett fue pionera en algo a lo que hoy
en día estamos por completo acostumbrados, la presencia de mujeres ocupando
papeles centrales en ese mundo tradicionalmente masculino que es el de las
investigaciones policiales. En Ritos de muerte se nos presenta a la
inspectora Delicado, una mujer en la cuarentena, convaleciente de un segundo
divorcio, empeñada en la búsqueda del sosiego en su recién adquirida casita con
jardín y sumida en un monótono trabajo de documentación en la policía. La
carencia de personal lleva a sus superiores a encomendarle un cometido más
activo e incómodo: atrapar a un violador que ataca a muchachas de clase
trabajadora, a las que marca cruelmente en el brazo con un objeto punzante.
Para dicha investigación, Petra contará con la ayuda del subinspector Garzón,
un tipo bregado, rudo y tradicional, que acogerá con suspicacia la inesperada
situación de verse a las órdenes de una mujer. El contraste entre la pareja
funciona de maravilla para el lector, que asiste divertido a su inicial ―e
inevitable― desencuentro y a su posterior evolución hacia una sólida amistad.
He disfrutado lo indecible con las aventuras de estos dos atípicos investigadores,
con sus choques, sus disensiones y su capacidad para apreciar lo que hay de
diferente en el otro.
En
estas dos primeras entregas de la serie, Giménez Bartlett plantea casos que se
centran en personajes desprotegidos y vulnerables: a las muchachas sin recursos
de Ritos de muerte sucede en Día de perros el asesinato de un
ratero de poca monta, un tipo al que nadie parece echar de menos y cuyo rastro
lleva a Petra y a Garzón hacia otros seres maltratados, los perros empleados en
peleas o en los laboratorios, en una doble agresión de muy diversa índole pero
que esconde una misma indiferencia. Tampoco los investigadores salen bien
parados en estas bajadas al submundo de la delincuencia: las mismas víctimas
muestran recelo y rechazo, guiadas por la certeza de que estos enviados de “los
de arriba” no están realmente de su lado ni les pueden deparar nada bueno. Por
debajo del ingenio y el sentido del humor con que están planteadas las
situaciones, estas dos novelas de Giménez Bartlett dejan en el lector un
regusto amargo, la incómoda sensación de que la ley y la justicia apenas
repercuten en los que tienen la mala suerte de nacer en el lado más feo de la
vida.
¡Qué interesante! Me encanta leer sobre las escritoras que están destacando en este año. Es una gran forma de reconocer el trabajo de estas mujeres y aprender un poco más sobre sus obras. ¡Gracias por compartir esta información!
ResponderEliminarCuando escribo estas breves reseñas de mis lecturas, siempre lo hago esperando que la información que transmito le sea de utilidad a algún lector, de la misma forma que a mí me han sido útiles las aportaciones de otros blogueros. Gracias por hacerme saber que, al menos en este caso, ha sido así.
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