SOÑAR CON AUTOBUSES
Hace un par de noches, viajaba yo en sueños por un territorio desconocido. Era un campo inhóspito, encharcado, cubierto por unas nubes densas que cambiaban velozmente de posición. Con esa certeza absurda e incompleta de los sueños, yo sabía que estaba en Hungría, pero desconocía qué estaba haciendo allí ni si había llegado sola o acompañada. Una sola idea se dibujaba con claridad en mi cerebro: tenía que subirme a un autobús. Ignoraba su número y la ubicación de la parada, pero caminaba aceleradamente por el paisaje hostil, buscando alguna señal. De pronto, la encontraba: se me revelaba que en un cruce de caminos, junto a una valla de madera oscura, el deseado autobús se detendría en breve. Tal conocimiento me procuraba una inmensa tranquilidad y me hacía caer en la trampa de demorarme, de contemplar el paisaje que, en su despojada belleza, empezaba a resultarme atractivo. Veía entonces venir el vehículo carretera adelante y comprendía que iba a llegar a la parada antes que yo. Corría, corría como loca, pero solo llegaba a tiempo de verlo partir. Respirando de forma aparatosa, pensaba: «Tendré que subir en la siguiente parada». Y echaba a andar, en busca de una nueva señal.
El sueño que acabo de relatar no revestiría para mí mayor importancia que la de hurtarme
la sensación de descanso, de no ser porque se da la circunstancia de que, en
los últimos tiempos, sueño a menudo con autobuses. Unas veces, me subo en uno
que sé que me llevará a mi destino, pero no conozco la parada en la que debo
bajar y el paisaje urbano que contemplo a través de la ventanilla no me da
pista alguna. En otras, tomo un autobús que ―estoy también convencida― es el
correcto, pero el trayecto dura y dura, los viajeros se bajan y son sustituidos
por otros, y yo permanezco pegada al asiento que no me siento capaz de
abandonar, en un viaje que, empiezo a sospecharlo, no tiene fin. En alguna de
estas situaciones, me lanzo a preguntarle al conductor. Es inútil: no me oye, no
quiere contestarme, no entiendo su respuesta. O simplemente no hay conductor.
Estos sueños inquietos y en gran medida angustiosos han venido a sustituir a otros tradicionales en mí, aquellos en que estoy a punto de salir a escena a interpretar un papel que no he memorizado, con un traje que no consigo encontrar o un maquillaje que se me resiste, o en que debo presentarme a un examen trascendental que no he preparado. Digo que los han sustituido porque estos sueños de autobuses producen en mí un efecto similar a los que acabo de mencionar: un profundo desconcierto, la simultánea sensación de poseer certezas incontestables y de desconocer las claves más sencillas de lo que está sucediendo. En mis trayectos nocturnos en autobús voy siempre sola, en medio de una multitud que, a diferencia de mí, sí parece saber el propósito de sus acciones. Igual que sucedía con los compañeros actores de mis sueños, que conocían a la perfección sus papeles, tenían a punto sus trajes y sus caracterizaciones, estaban listos para que se levantara el telón. Ya no debo salir inerme a un escenario a enfrentarme al público, sino que me esfuerzo en no ser excluida de un viaje que no entiendo, pero en el que deseo a toda costa participar. Yo creía que hacerse mayor consistiría en amarrar ciertas certezas; va a resultar que consiste tan solo en dejarse llevar.
ResponderEliminarSólo puedo decir qué bien está escrito !
Que no es poco decir, desde luego. Yo solo puedo darte las gracias.
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