PRENDAS OLVIDADAS
Salgo del portal y emprendo mi paseo hacia el lado de la tranquilidad. Eso, en mi zona, quiere decir en sentido contrario al centro comercial, a la estación de tren, a la glorieta donde vehículos de todo tipo compiten por hacerse un hueco. Avanzo por la calle, que está casi desierta en la mañana de puente, y cuyas aceras brillan a causa de la lluvia nocturna. Voy en dirección al parque y para ello tengo que pasar frente a un colegio público. Me gusta hacerlo: siempre que me acerco por allí pienso en lo felices que deben de ser los maestros y los alumnos de una escuela que tiene la singular fortuna de estar construida dentro de un parque. En la dicha de salir a hacer ejercicio por los senderos flanqueados de vegetación; en las ventajas de aprender sobre la naturaleza con solo trasponer la verja del colegio. Jamás he coincidido, sin embargo, con los habitantes de ese paraíso escolar: mis ratos libres son también los suyos y siempre veo el edificio solo y silencioso.
Esta húmeda mañana de puente, el patio del colegio no está tan vacío como de costumbre. Sus habitantes habituales, esos escolares a los que solo puedo imaginar, se han marchado de vacaciones, pero han dejado detrás de sí una parte de ellos. Hay una hilera de prendas de vestir que están colgadas en fila sobre los listones de madera de una pequeña valla. Son casi todas prendas de abrigo, anoraks, una sudadera, una cazadora vaquera con forro de borreguito. Uno se pregunta cómo sus propietarios han podido marcharse alegremente sin ellas en esta temporada desapacible que se ha instalado en Madrid. Bendita edad.
Tampoco ha estado muy previsor el adulto que ha montado la oficina de objetos perdidos al aire libre y se ha marchado de puente sin tener en cuenta la alta probabilidad de lluvia. Ahora las prendas se muestran húmedas y mustias, algunas adornadas por hojas caídas de los árboles cercanos. He sacado el móvil para inmortalizar la escena, que en un principio me ha hecho sonreír, pero ahora, mientras cuelo el teléfono por un hueco de la alambrada, percibo algo triste en estas chaquetas sin dueño, en estas ropas desmayadas sobre la valla de vivos colores. Pienso en el final de la infancia, en los objetos que nos fueron queridos y que desaparecieron sin saber cómo, en las prendas que recordamos por las fotografías pero cuyo destino ignoramos, en los restos de los días felices olvidados en armarios y trasteros, en casas en las que no volveremos a entrar y que ya solo podemos recorrer en sueños. Aprieto el botón de la pantalla y la imagen queda detenida. Me guardo el móvil en el bolso y me alejo por la calle mojada. No cabe duda de que, como el tiempo de Madrid, mi ánimo se ha vuelto desapacible.
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