OTRAS VIDAS
Hace
unos días, mis alumnos interrumpieron la clase de Lengua para lanzarme la
siguiente pregunta: «Profe, ¿tú qué querías ser de pequeña?».
La cuestión me pilló un poco desprevenida; en primer lugar, porque no se me
alcanzaba su relación con lo que yo estaba diciendo en ese momento (rectifico:
frente a una explicación de gramática, cualquier tema es pertinente para unos
estudiantes). En segundo lugar, porque hacía mucho que no oía esa clásica
muestra de la curiosidad infantil, que nos asalta a los enseñantes curso tras
curso. La recuerdo con variadas formulaciones, desde la diplomática («¿siempre
has querido ser profe?»), hasta la directamente salvaje («¿cuándo
dejaste de ser una persona normal para convertirte en profesora?»),
pero en los últimos tiempos no han sido precisamente los alumnos quienes me la
han planteado. Me quedé silenciosa, cavilando, y los que habían lanzado la
pregunta captaron mi indecisión. «A la profesora de Inglés le gustaba el
baloncesto», dijeron, esperanzados, deseosos de que yo
recogiera el guante y aceptara la invitación para ponerme a evocar tiempos
mejores. Me agarré a uno de mis primeros amores como a una tabla de salvación. «A
mí, el teatro», contesté. No se habló más. La clase
continuó, a pesar del hábil intento de llevarla por otros derroteros. Pero, en
mi interior, la pregunta persistió como un runrún que se unió a otro que me
persigue hace tiempo: «¿De verdad es esto lo que yo quería hacer con
mi vida?».
En su novela El hombre que nunca le haría daño a nadie, Roger Rubio presenta al inspector Campos, un tipo en la madurez, que duerme poco y mal, que se alimenta de forma precaria por pura dejadez y que sueña con vidas ajenas. Es un hábil investigador que debería valorar su carrera, pero cada vez que en el curso de sus pesquisas algo le sugiere una vida profesional que le parece atractiva, fantasea con hacerla suya por unos instantes. Se sueña así comercial al volante de su automóvil, alejándose del tráfico ciudadano para buscar a sus clientes en plácidos entornos rurales; pescador que parte a la faena al amanecer y que ve salir el sol desde una posición privilegiada; detective privado al estilo de las películas de Hollywood, con una abnegada secretaria que le ayuda en sus casos; locutor de radio que acompaña de madrugada a los oyentes con sus selecciones musicales; panadero que inunda el obrador en el que trabaja y las calles adyacentes con el delicioso aroma del pan recién horneado… Una y otra vez, la intervención de algún personaje o un acontecimiento de la investigación sacan al policía de sus ensoñaciones. Con mucho humor, el novelista remata de esta forma el fantasioso interludio: «La vida de comercial (o de pescador, o de detective privado, o de locutor, o de panadero…) del inspector Campos había durado exactamente treinta y ocho minutos y veintidós segundos». O bien: «siete minutos y dos segundos». O incluso: «dos minutos y treinta segundos». En la agitada rutina de un policía, no hay demasiado tiempo libre para fantasear.
Probablemente, lo que me dejó fuera de juego de la pregunta de mis alumnos fue su coincidencia en el tiempo con mi conocimiento del simpático inspector Campos, que con su irrefrenable tendencia a calzarse vidas ajenas me había llevado por esos mismos días a replantearme la mía. Lo que sin duda ignoran mis alumnos, lo mismo que todos los jóvenes, es la inevitable melancolía que provocan al lanzar a un adulto ese interrogante que para ellos está lleno de gozosas expectativas. En el paso de «¿qué quieres ser de mayor?» a «¿qué habrías querido ser de mayor?» cambia un simple tiempo verbal, pero a veces la conjugación se despega de la fría gramática y entra en el terreno de las emociones. Ese “habrías” intruso, terminante, nos habla de las posibilidades que dejaron de serlo, de las vidas que quedarán para siempre inexploradas, de los terrenos que ya nunca se pisarán. Lo cierto es que, por más que me esfuerzo, a estas alturas no consigo fantasear con una existencia distinta a esta rutina mía que transcurre entre aulas, jóvenes revoltosos, pizarras, bolígrafos rojos y ordenadores. Tal vez me veto la fantasía en ese sentido porque duele demasiado pensar en las oportunidades perdidas. Tal vez, siendo optimista, porque siento que no me he equivocado del todo en mi elección profesional. O tal vez ―mi escepticismo se impone― porque sospecho que, se elija lo que se elija, las vidas que se nos quedan en el tintero tienen siempre la belleza de lo inaccesible.
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