LECTURAS DE NOVIEMBRE (2022)
Karmen,
Mery e Ismael son tres veinteañeros que comparten piso en una pequeña localidad
alejada de sus ciudades de origen. Pero no es esta circunstancia lo único que
los une, sino también el lugar de trabajo y la frustración de estar
desempeñando en él un puesto muy por debajo de su formación y aptitudes. Son
los tres “bonsáis” a los que se refiere el título de la novela: jóvenes a los
que la crisis económica y el complicado mercado laboral han condenado a la estrechez,
a no desarrollar sus posibilidades; a no extender, en definitiva, sus raíces y
sus ramas. Con soltura, gracia y sentido del humor, Chelo Sierra traza las
evoluciones de sus tres protagonistas, los cuales, por si fuera poco, viven
agobiados por serios problemas personales. Una ruptura amorosa, la incapacidad
para afrontar la grave enfermedad materna y la presión de una madre brillante e
imposible de igualar son los lastres que arrastran tras sí. El lector se cuela
en sus conversaciones, se ríe con sus ocurrencias y siente que es uno más en el
desastrado piso que comparten. Es testigo de excepción, además, del plan que
preparan para vengarse de la empresa que los explota laboralmente, los ningunea
y los humilla. Pero, a medida que avanza la trama, el lector siente que la
sonrisa que lo acompaña desde las primeras líneas se le va congelando poco a
poco. Porque Chelo Sierra consigue en esta novela algo extremadamente difícil:
tratar con ligereza, sin grandilocuencias ni caídas en el sentimentalismo,
temas de importante calado. Bajo su divertida trama y el ingenio de diálogos y
situaciones, Bonsáis es una novela muy triste, una historia sobre el
fracaso de las expectativas, la radiografía de una generación condenada a una vida que no le satisface.
Cuando
pienso en las novelas de Leonardo Padura que he leído, por encima de otros
elementos que las singularizan ―las recreaciones históricas, el análisis de la
sociedad cubana, las intrigantes tramas policíacas y, por supuesto, la
inigualable figura del investigador Mario Conde―, lo primero que me viene a la
cabeza es el concepto de amistad. No hay historia trazada por el escritor
cubano en la que no se cuele un grupo de colegas que celebra la alegría o la
miseria a golpe de tragos de ron, creando un asidero contra la inevitable
separación de sus miembros por avatares de la vida o de la muerte. En el caso
de Como polvo en el viento, esto que acabo de describir se erige en
elemento vertebrador de la trama. La hermosa casa familiar de El Fontanar,
perteneciente a Clara, personaje central de la novela, apodada “Santa Clara de
los amigos” por los más cercanos, es el escenario constante en el que vemos
reunirse, emborracharse, cenar con alimentos reunidos de forma precaria,
dialogar, entrar en conflicto y desahogarse a un nutrido grupo de personajes
que se autodenominan “el clan”, a los que el paso del tiempo y la dura situación
cubana lanzan a una diáspora por distintos países de América y Europa. La
esperanza de una nueva vida, la nostalgia de la tierra natal y el sentimiento
de traición con respecto a los que quedaron atrás son los grandes temas de esta
novela coral construida de forma caleidoscópica: Padura nos lleva de la mano
adelante y atrás en el tiempo, recalando de forma sucesiva en la historia
personal de cada uno de los miembros de este grupo entrañable, sorteando hasta
el desenlace la explicación del misterio central, la sospechosa muerte de uno
de los componentes del clan. La novela es la crónica de la disolución de un
colectivo unido por fuertes lazos de amistad, amor, lealtad, pero también por
sus contrapuntos: rencor, recelo, desilusión. Frente a esa inevitable
separación, solo quedan las armas de la nostalgia y el recuerdo. Y de la
escritura: Leonardo Padura lo sabe bien.
Teniendo
en cuenta lo vinculada que estuvo a mi infancia la figura de Louisa May Alcott,
es sorprendente que hasta hace poco me fueran ajenas las singulares
circunstancias de la vida de esta autora que marcó mis primeros años lectores y
que me hizo sentirme reconocida ―y por ello mucho menos sola― en la
personalidad de Jo March, una de sus cuatro célebres Mujercitas. Relleno
ese vacío gracias a una preciosa edición de Impedimenta que recoge varios
textos de Alcott bajo el título Fruitlands. Una experiencia trascendental.
Y dicha experiencia es la que vivió la familia de la autora cuando, guiada por
el padre, el educador y filósofo Amos Bronson Alcott, se incorporó a una
utópica comunidad establecida en Massachusetts que pretendía instaurar una
forma de vida en armonía con la naturaleza, cerca de la pureza de nuestros
ancestros y alejada de los vicios de la modernidad. La escritora plasma en un
relato de una veintena de páginas aquella aventura llena de buena fe y que
terminó de forma desastrosa, y lo hace con buen pulso narrativo y una
considerable dosis de sentido del humor. Los personajes están trazados con
viveza: el padre lleno de altos ideales y de ingenuidad; la madre enérgica y
fuerte, de temperamento realista, pero decidida a apoyar a su esposo hasta el
final; los ideólogos de la comunidad, más tendentes a construcciones mentales
que a enfrentarse a los problemas prácticos de la vida diaria. La pequeña
Louisa de once años contempla con asombro no exento de diversión una galería de
personajes excéntricos que pululan por Fruitlands cuando la primavera hace
plausible la existencia de un paraíso terrenal y que huyen en desbandada, como
el lector teme desde las primeras líneas, con la llegada del frío y de la dura
supervivencia. Este tierno relato sobre el fin de las utopías y sobre la fuerza
moral para sobreponerse al fracaso se complementa con una semblanza de la
escritora ―cuya vida fue variada y singular, y no solo por esta breve estancia
en Fruitlands―, con fragmentos de sus diarios de esa época y cartas de los
promotores de la aventura, el padre de la familia Alcott y el también filósofo
Charles Lane, en las que ambos establecen con entusiasmo los detalles de lo
que, están convencidos, será el germen de una nueva forma de vida. Conmueve
leer sus fervorosas palabras, llenas de confianza en el porvenir: «La felicidad
será prueba, a la par que recompensa, de nuestra obediencia a la inalterable
ley del Amor».
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