Probablemente
no me habría acercado a ver la exposición Picasso y Chanel del Museo
Thyssen si no me lo hubiera propuesto un amigo. Pienso –y pido disculpas por
ello– que en este país adolecemos de un exceso de Picasso; tampoco el tema de
la moda me motiva de forma especial. Pero pronto me di cuenta de que la visita
era un acierto. Nada más atravesar el control de entrada, me sentí envuelta por
la penumbra que reina en las instalaciones. Una iluminación dispuesta con
exquisito cuidado incide sobre los cuadros y los vestidos, sacándolos de la
oscuridad y confiriéndoles un relieve y un brillo, no solo físico, especiales.
Tuve además la suerte de acudir en un momento en el que había poco público. Así
rodeada por el silencio y la magia de las luces y las sombras, disfruté del
hermoso paralelismo existente entre el diseño y las tonalidades de los cuadros
del pintor malagueño y las prendas de la diseñadora francesa, con la que estuvo
vinculado por cuestiones tanto profesionales como de índole personal. El suave
cromatismo de las composiciones cubistas, los delicados arlequines y las
poderosas y coloridas bañistas son algunos de los hitos de esta exposición que,
para mí, tiene una reina absoluta: Olga Khokhlova, la primera esposa del
pintor, a la que contemplamos pensativa, con su mirada oscura clavada en
nosotros o perdida en una realidad a la que no tenemos acceso. Entre los
retratos de ella que se pueden ver en la muestra me quedo con el dibujo a lápiz
y carboncillo que encabeza estas líneas, una conjunción de sencillez e
intensidad que me emociona. Junto a él se exhibe un vestido de noche de Chanel
realizado en gasa e hilo de oro que es tal vez el que más me atrajo. Elegante
sin estridencias, suave de tonalidad y, supongo (¡quién hubiera podido
tocarlo!), al tacto: creo que a la bella y melancólica Olga le habría gustado.
La
exposición de la Fundación Mapfre sobre Ilse Bing es una excelente aproximación
a la obra de esta fotógrafa alemana de larguísima vida ―le faltó poco más de un
año para llegar a cumplir un siglo― que durante tres décadas paseó su mirada
inteligente y original sobre las grandes metrópolis de su tiempo: París y Nueva
York. Cuando Bing retrata las ciudades y sus gentes, lo hace desde puntos de
vista singulares, como sucede en el caso de la preciosa visión de la capital
francesa que nos brinda en Pont Alexandre III con vista de Trocadero,
realizada en 1935. Gracias a la magia del objetivo de Bing, una de las ninfas
de bronce que adornan el puente deja de ser una escultura y se convierte en un
personaje que, apoyado en la balaustrada, contempla con arrobo el panorama
urbano coronado por un impactante cielo de compactos nubarrones. Una especie de
prolongación del que observa la fotografía desde la sala de exposiciones, un
puente entre dos realidades.
Bing es fiel a esa mirada tan suya tanto en lo
grande como en lo pequeño, en las majestuosas vistas urbanas y en la captación
de los detalles reveladores. Me ha sido imposible elegir una sola de las
fotografías en las que se detiene a inmortalizar los aspectos más
insignificantes, pero a la vez expresivos y cargados de valor, de las grandes
urbes. Me he quedado finalmente con dos. Una capta el deteriorado muro en el
que se exhiben los restos de la publicidad de un cine en Cartel de Greta
Garbo, imagen tomada en París en 1932: el esplendor de la estrella del
cinematógrafo, vulnerado por la herida del tiempo. La otra es Boca de
incendios en la nieve, resultado de ese constante “mirar hacia el suelo”
que lleva a la fotógrafa a inmortalizar lo que la mayoría despreciaría. La rama
tronchada de un árbol, las hojas de periódico abandonadas, la nieve sucia y la
boca de incendios que se yergue en medio de ella forman un emocionante conjunto
al que la cámara de Bing dota de animación. En 1959, cuando llevaba tres
décadas de carrera profesional y aún le quedaban cuarenta años de vida, Ilse
Bing decidió abandonar la fotografía. Según ella, ya lo había dicho todo en ese
campo. Tal vez tenía razón: es imposible decir más.
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