LECTURAS DE AGOSTO (2022)
En el ambiente ruidoso y festivo del Brighton de los años
treinta, se entabla una despiadada lucha entre bandas por hacerse con el
control de la ciudad. El contraste funciona de forma impactante: bajo la
algarabía de los turistas, las conversaciones banales, los paseos junto al mar,
las atracciones de feria y los bailes, se desarrollan las maniobras de una
serie de personajes desclasados, que viven de lo único que saben hacer: ejercer
violencia y extorsión, pisar al que muestra el menor síntoma de debilidad para
evitar a su vez ser pisados. A la cabeza de ellos está Pinkie Brown, un
personaje terrible, una auténtica creación de este novelista dotado como pocos
para crear psicologías complejas que es Graham Greene. Ambicioso, privado de
los sentimientos que consideramos inherentes a cualquier humano, este líder de
apariencia inofensiva y extremada juventud, al que todos conocen como el
Chico, decide entrar en guerra
abierta con el jefe de la poderosa banda rival, el señor Colleoni. La batalla
será terrible: una corriente subterránea de violencia bajo el Brighton
despreocupado, chillón y vagamente hortera de la temporada estival. Con este
material, Greene compone una implacable crónica de las luchas entre bandas de
los años treinta, pero también una deslumbrante reflexión sobre la soledad y la
incapacidad para encontrar el propio lugar en el mundo. Por las páginas de Brighton
Rock desfila una serie de personajes trazados con infinita sabiduría: el
periodista fracasado Charles Hale, cuyo asesinato abre la puerta a la cadena de
crímenes; la conmovedora camarera Rose, que une su destino al del cruel Pinkie
en un intento desesperado por sentirse querida; la divertidísima Ida Arnold,
una mujer libre que sabe vadearse en un mundo de hombres y cuya firme decisión
de descubrir al responsable de la muerte de Hale es el hilo conductor de esta
novela dura y hermosa, plena de conocimiento sobre la condición humana.
Un
hombrecillo contrahecho y enfermo reza con una mezcla de devoción y horror frente
a un cadáver recién exhumado en una cripta. Mientras, a muchos kilómetros de
distancia, en un país vecino, un monarca abre los ojos al nuevo día y se
encuentra con una multitud de cortesanos que se disputan el honor de participar
en sus abluciones matutinas. El orante es Carlos II, último ―y endeble― eslabón
de la dinastía de los Austrias al frente del reino de España. Los restos
mortales recién sacados de la tumba son los de Felipe IV, su padre, al cual el
débil monarca se ve obligado por sus ministros a pedir un consejo de ultratumba
sobre un problema de enorme trascendencia: dado que Carlos carece de herederos,
¿a cuál de los dos candidatos al trono de España, un Habsburgo o un Borbón,
debe nombrar su sucesor? El monarca que amanece rodeado por súbditos que le
asisten en sus funciones más íntimas es Luis XIV, el Rey Sol, abuelo del
candidato que finalmente se hará con la corona española en tan delicada
situación, Felipe V. Estas dos escenas, la macabra petición de consejo en la
cripta de El Escorial y el protocolario recibimiento del nuevo día en el
Palacio de Versalles, son el punto de partida de la novela histórica Donde
se alzan los tronos, de Ángeles Caso. Como es habitual en esta autora, en
esta trama sobre la conflictiva sucesión del reino de España, la atención se
desvía pronto hacia las grandes olvidadas de la historia oficial, los
personajes femeninos. Está tratado con especiales atención y afecto el
personaje de María Luisa de Saboya, la joven esposa de Felipe V. Pero la autora
otorga el papel protagonista a la Princesa de los Ursinos, noble francesa
nombrada camarera mayor de la reina y auténtica alma de cuanto sucedía en el
Alcázar de Madrid. La novela se articula en torno a sus hábiles maniobras para
servir de apoyo a un rey débil, poco dotado para el mando y atrapado en una red
de intrigas y conspiraciones, en una Europa con un delicadísimo equilibrio
entre bloques que se disputan el poder. Donde se alzan los tronos es, en
definitiva, la historia de una mujer extraordinaria, cuya condición femenina la
privó de ocupar los puestos de privilegio que habría obtenido en el caso de
haber nacido varón.
Jordi Viassolo es un veinteañero tímido e
inseguro que vive todavía en casa de sus padres, tiene poco éxito con las
chicas y se relaciona con un limitado círculo de amigos de toda la vida. Sus
únicos rasgos peculiares son su profundo amor a la novela negra clásica y su
inquebrantable deseo de convertirse en detective. Un trabajo como becario en
una agencia de investigación le proporciona, durante un mes de agosto en el que
teóricamente no debía suceder nada, la oportunidad de llevar a la práctica lo
que solo conoce a través de sus estudios o del ejemplo de los grandes sabuesos
de ficción. Con estas premisas, Eduard Palomares construye una novela liviana y
divertida, bajo cuyo tono desenfadado se esconden temas de gran enjundia: la
explotación laboral, la inaccesibilidad de la vivienda y la consiguiente falta
de expectativas de toda una generación de jóvenes. En una Barcelona
sobrecargada de turistas y escenario de todo tipo de especulaciones
inmobiliarias, el joven Viassolo ―”Solo” para sus amigos― emprende la búsqueda
de una mujer burguesa que ha desaparecido, abandonando a su marido y a sus
hijos, en lo que a priori parece una simple huida voluntaria en pos de
un amante, pero que pronto se complica con un asesinato inexplicable. El
detective novel será ayudado en sus pinitos en el mundo de la investigación por
un veterano, el inefable Recasens, un tipo de la vieja escuela que abomina de
los medios informáticos y que, bajo su cubierta adusta y sus expeditivos
métodos, oculta un irresistible sentido del humor. El resultado es una historia
dinámica, llena de situaciones divertidas, con un cierto toque de novela
juvenil, que se lee sin sentir, sobre todo por parte de los lectores que, como
la que suscribe estas líneas, no han dejado atrás del todo al adolescente que
fueron en su momento.
Subsano al fin una inexplicable omisión de mi
trayectoria de lectora, la referida a La peste de Albert Camus. No leí
esta novela en su momento, cuando era una universitaria que corría de clásico
en clásico al son de las recomendaciones de sus profesores. No la leí tampoco
cuando en tiempos recientes cobró una renovada popularidad a causa de la
pandemia; operó en este último caso, supongo, mi inveterada costumbre de
llevarle la contraria a la masa. La he leído al fin en la tranquilidad del
verano y me da por pensar que ha llegado a mí en el momento adecuado; me cuesta
pensar que pudiera haber otro en el que me causara una emoción más honda. Poco
queda por decir de la celebérrima parábola de Camus. Fue concebida, al parecer,
como una metáfora de la invasión alemana en Francia, pero ―como les sucede de
forma indefectible a las grandes obras― el resultado es aplicable a cualquier
contexto, ya que nos habla de problemas esenciales del ser humano. Un Orán
asolado por una terrible y extemporánea epidemia de peste sirve de pretexto
para plantear el duro dilema entre el bien individual y el beneficio colectivo.
Una serie de personajes encarnan las posibles respuestas: el médico que trabaja
sin tregua para no darse a sí mismo tiempo para reflexionar; el voluntario que
se ofrece a ayudar a los enfermos sin atender a su propia seguridad; el
forastero que duda entre huir para reunirse con su mujer o quedarse a compartir
el terrible destino de los que lo rodean; el cura que experimenta una crisis de
fe ante la imposibilidad de asumir el sufrimiento de los inocentes; el
funcionario que se refugia en su pequeña labor diaria para no ceder ante el
pánico; el tipo de pasado irregular que disfruta gracias a la epidemia de una
tregua en sus deudas con la justicia. Altruismo, mezquindad, miedo, solidaridad,
egoísmo, valentía, fraternidad: todo un despliegue de pasiones humanas trazadas
con impresionante pulso y en las que el lector sin duda podrá reconocerse. La
vida misma.
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