EL ÚLTIMO BARCO

A finales de 2012, los seguidores del escritor Domingo Villar nos frotábamos las manos. Se anunciaba la salida de la tercera novela protagonizada por el inspector Leo Caldas y su compañero de investigación, Rafael Estévez: un gallego melancólico y de compleja vida sentimental y un aragonés franco y directo, que se desespera con frecuencia frente a los meandros y recovecos del espíritu galaico. Una de esas parejas de opuestos que tan bien funcionan en la literatura. Los que habíamos disfrutado con sus andanzas en las novelas Ojos de agua y La playa de los ahogados esperábamos con impaciencia la tercera de sus aventuras, que la editorial Siruela tenía ya publicitada y que respondía al sombrío título de Cruces de piedra. Pero el libro no llegó a ver la luz. Por un momento, se nos pasó por la mente un posible truco publicitario: ¿una novela negra, rodeada de misterio también en lo referente a su publicación…? 

No volvimos a saber de aquella obra frustrada hasta que, casi siete años después, se anunció la salida de la tercera entrega de la serie del inspector Caldas, bajo el título El último barco. Si uno sondea por las redes, encontrará una explicación de la demora dada por el propio autor. Al parecer, la falta de convicción en lo que había escrito le llevó a algo inusitado en los escritores de éxito, tan urgidos por la premura editorial: desechar el libro casi terminado y empezarlo de nuevo. Sin embargo, recuerdo haber oído por aquella época una entrevista radiofónica en la que se añadía una potente razón para que El último barco tardara tanto en materializarse. 

Domingo Villar tenía una relación muy intensa con su padre, un bodeguero que era además escritor aficionado. Separados como estaban por muchos kilómetros (el hijo en Madrid, el padre en Galicia), solían mantener largas conversaciones telefónicas en las que Villar hijo le iba leyendo a su progenitor la novela que estuviese escribiendo en ese momento. El fallecimiento del padre, sucedido durante la escritura de El último barco, fue un mazazo espantoso que desestabilizó durante un tiempo la rutina del novelista. Privado de esa voz familiar al otro lado del teléfono, del sabio criterio y los consejos del padre, Domingo Villar se sumió en un marasmo del que le costó salir y que retrasó la finalización de su obra. Encuentro muy hermosa la imagen de padre e hijo sentados pacientemente, a kilómetros de distancia, compartiendo las palabras recién escritas. Me gusta tanto, de hecho, que temo habérmela inventado, porque no he encontrado constancia alguna de ella en Internet. Por otra parte, no es extraño: Domingo Villar no era dado a prodigarse en las redes sociales ni a hablar de sí mismo. 

Este hombre discreto y entrañable nos ha abandonado hoy a la impropia edad de cincuenta y un años. El último barco del inspector Caldas ha resultado ser el último también para él. A mí me ha dejado triste e impresionada. Como me sucede a menudo con los escritores que me mueven por dentro, no era para mí un desconocido. Lo imagino subiéndose a ese último barco, surcando la ría de Vigo rumbo a su querido Atlántico y desvaneciéndose en la niebla. A los que nos quedamos en tierra firme mirándolo partir, solo nos queda el consuelo de desearle una feliz travesía.

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