VÍSPERAS DE LA POESÍA
Tenía mil cosas que hacer esta mañana, como me viene sucediendo desde que a los tres años y pico me llevaron al colegio y entré en contacto por primera vez con ese monstruo implacable llamado horario. Tenía mil cosas que hacer, en efecto, cuando me acordé de que el próximo lunes se celebra el Día de la Poesía. Será el 21 de marzo, fecha en que dejaremos atrás el invierno. Estamos, por tanto, en vísperas de la primavera y de la poesía.
Ha sido algo mágico e instantáneo: la aparatosa arquitectura de asuntos pendientes se ha venido abajo como si estuviera construida con piezas de dominó. He ignorado su reclamo. Allá detrás han quedado, rezongando, algún impreso que rellenar, los correos más recientes y aún no respondidos, la creación de nuevas tablas llenas de casillas y porcentajes para la evaluación que empieza, la planificación del trimestre, la puesta en limpio de actas de reuniones de departamento. Las urgencias varias han perdido vigor ante la necesidad recién nacida de recopilar poemas para leer en clase con mis alumnos el próximo lunes. Las exigencias del deber han quedado silenciadas por el clamor de la poesía.
He pasado así dos horas navegando entre versos. Me han salido al paso Gloria Fuertes, García Lorca, Gabriela Mistral; don Antonio Machado, con esa hondura fácil en apariencia que solo poseen los sabios, me ha acompañado todo el trayecto (diría más bien que me ha llevado de la mano). He recurrido a los de siempre, a las fervorosas palabras de amor de Bécquer, al redoble de conciencia de Miguel Hernández, a la tristeza de Rosalía de Castro, honda y persistente como la lluvia. He invitado a colarse en la antología a autores cuya existencia los estudiantes de doce y trece años ni sospechan, José Agustín Goytisolo con su desgarrada angustia, Ángel González con su intenso tono conversacional. He tenido también mis momentos de asombro y descubrimiento personal. En una antología realizada por uno de esos colegas generosos que comparten sus trabajos en la red, he encontrado esta pequeña maravilla de Gabriel Celaya, uno de esos poetas a los que se lee muy poco hoy en día, suponiendo que haya alguno al que sí se lea. Es un precioso homenaje a la amistad, a esa amistad limpia y sin complicaciones que tan fácil de obtener resulta en la infancia y tan alejada está del marasmo del mundo adulto:
Por fin tengo un amigo,
otro pequeño imbécil como yo, sonriente,
que no lee los periódicos,
que no está preocupado,
que no tiene opinión formada sobre Europa.
Nos paseamos juntos charlando tontamente,
contándonos mentiras,
repitiendo en voz alta los nombres de los barcos
o inventando otros nuevos
para las pobres nubes que lo están esperando.
¡Qué bonitas mañanas con aeroplanos blancos!
¡Qué bonitos los pinos,
la hierbecilla mansa,
la brisa siempre alegre,
las parejas amigas, de la mano, volando!
El lunes entraré en clase dispuesta a compartir el botín de versos que he rapiñado en las redes. Siempre habrá un estudiante que manifestará su rechazo a la actividad. «No me gusta leer poesía», afirmará, con esa tajante rotundidad de la adolescencia, como si frente a sus ojos hubieran desfilado todos los versos compuestos desde tiempos inmemoriales y ninguno hubiera conseguido despertar resonancia alguna en su interior. No me inmutaré. Estoy acostumbrada al rechazo (soy profe desde hace muchos años). Si acaso, echaré mano de la gallarda soltura del gran Lope para aceptar el reto y responder, confiada: «Lo veremos».
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