LECTURAS DE NOVIEMBRE (2021)
La
primera vez que leí a Emilia Pardo Bazán, yo era una estudiante recién llegada
a la universidad, pletórica de amor por las letras y de ganas de aprender. En
mi libro de Literatura de bachillerato, se dedicaban apenas siete líneas a esta
autora; yo, que me lo leía todo, no había tenido contacto alguno con ningún
texto escrito por ella. En una asignatura de carrera centrada en el estudio del
siglo XIX, subsané tan imperdonable omisión a través de Los pazos de Ulloa. Este primer acercamiento supuso para mí una
auténtica convulsión. Intensa y sincera, sin concesiones, de un realismo
estremecedor y de un humor inteligente y agudo, esta historia familiar que es a
la vez la radiografía de la vida social de la tierra gallega de la época y, si
me apuran, de la vida española en general, me dejó una impresión indeleble.
Unas cuantas décadas después ―más de las que me gustaría―, antes de adentrarme
de nuevo en sus páginas, guardaba recuerdos vívidos de situaciones y
personajes, incluso de detalles mínimos que me habían sacudido por dentro: el
amenazador sonido de las botas del marqués de Ulloa acercándose a la alcoba de
su recién desposada en la noche de bodas; los rizos preciosos y cubiertos de
porquería de Perucho, el hijo bastardo; la visita de los marqueses a unos
nobles vecinos que viven en un caserón que, literalmente, se desmorona, en una
contundente metáfora de la decadencia de la vieja nobleza gallega. Termino esta
relectura con la misma sensación de estremecida admiración que me produjo la
lectura original. Es algo que raras veces me sucede. La frágil Nucha y su
brutal primo y esposo don Pedro; el temible mayordomo Primitivo, encarnación
del rencor popular contra el poderoso, y Julián, el entrañable párroco que
realiza un asombrado periplo por un mundo bárbaro y atávico, son personajes que
se quedarán conmigo para siempre. Por cierto: emprendí la relectura por motivos
profesionales, relacionados con mis alumnos de bachillerato, y he de decir que,
en esta ocasión, el libro de texto dedica exactamente tres líneas a esta autora
valiente y poderosa. En ciertos sentidos, parece que no hubiera transcurrido el
tiempo.
«Esta
es Ada. Estas son las teclas del ordenador de Ada, que esperan, atentas, la
embestida. Estos son los dedos de Ada que escriben…» De esta manera, como si
nos mostrara un álbum de fotos familiares, da comienzo Irene Solà a su original
obra Los diques, que es a priori un libro de
relatos, los conformados por los hechos que les suceden a Ada, la protagonista,
a su familia y allegados, pero también los que la propia Ada escribe o imagina,
y los que evoca y modifica con el recuerdo, y los que le cuentan y le cantan.
Hasta las vacas ―no en vano la imagen de uno de estos animales preside la
cubierta de la edición de Anagrama― tienen algo que aportar a esta exuberante
celebración del gozo de narrar. Decía antes que Los diques es en principio un
libro de relatos, pero a medida que el lector se va deslizando por las
historias que lo componen, siente cómo estas se van colocando en su sitio,
entrecruzándose unas con otras para tejer un tapiz que, a partir de cierto
punto, se percibe como un conjunto unitario: el retrato de un pueblo y de los
hechos que en él suceden, pero también los que sucedieron tiempo atrás y los
que podrían hacerlo ―y en cierto modo lo hacen― gracias al poder de la
imaginación.
«Cuando
Reginald Iolanthe Perrin se dispuso a salir para el trabajo aquella mañana de
jueves, no entraba en sus planes llamar hipopótamo a su suegra». Esta es la
divertida afirmación con la que el escritor británico David Nobbs arranca su
novela Caída y auge de
Reginald Perrin. Ya el solemne
título, que hace pensar en un libro histórico sobre el apogeo y la decadencia
de una grandiosa civilización, es un guiño humorístico: no hay nada solemne ni
grandioso en la vida del protagonista, un tipo que se acerca peligrosamente a
la cincuentena y que llena sus días con un trabajo inane para una empresa de
producción de dulces y una vida familiar que oscila entre lo tedioso y lo
irritante. Como sucede en tantas novelas, la crisis de la mediana edad hace que
la existencia de este personaje en principio nada atractivo tome un rumbo
inesperado, pero pocas veces ―en mi experiencia lectora, ninguna― ese giro
conduce a regiones tan disparatadas. La peripecia de este hombre gris que
decide dar carpetazo a su vida de la forma más radical posible da pie a unas
páginas llenas de momentos hilarantes y que en ciertos casos entran en el
terreno de lo cruel y lo escabroso. En torno a él, se despliega una fauna humana
de lo más variopinta: el jefe, con sus ínfulas de triunfador y gran empresario;
el hijo, un actor que nunca obtiene papeles de más longitud que una frase; la
hija, madre amantísima y esposa del yerno más memo imaginable; un tío abuelo
excéntrico cuya sordera convierte cualquier intento de comunicación en un loco
juego de malentendidos; un cuñado gorrón que alberga impulsos incestuosos hacia
su sobrina; Elizabeth, la esposa, único punto de sensatez en este maremágnum de
seres desnortados. Y, por encima de todos ellos, un novelista maestro en la
creación de situaciones absurdas y en el manejo del lenguaje, dirigiendo el
conjunto con elegante distanciamiento británico.
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