SI DON QUIJOTE VOLVIERA
Se me ocurre que, en nuestros días, don Quijote podría ser un viejo profesor que pierde el juicio no leyendo libros de caballerías, sino sumergiéndose en el laberinto de órdenes, decretos, currículos y leyes de educación.
Este docente al que imagino es un maestro de toda la vida, de esos que no lleva ya la cuenta de las generaciones de estudiantes que han pasado por sus manos, que adivina las dudas de sus alumnos antes de que ellos mismos se las planteen y ve venir los problemas con clarividencia construida a base de décadas de trabajo en las aulas. Semejante pozo de sabiduría y experiencia se encuentra, sin embargo, en el duro trance de afrontar una labor que lo supera y que se alza frente a él, inaccesible y amenazadora como los gigantes que el hidalgo creyó ver en los molinos de viento: elaborar una programación didáctica.
Nuestro resuelto maestro no se arredra ante la aventura y se dispone a la tarea armado con un ordenador que ha aprendido a manejar a fuerza de planes de digitalización. Se adentra por los tortuosos caminos de Internet en busca de reales decretos y de modelos en los que inspirarse: resulta que existen nobles caballeros andantes de la enseñanza, habitantes de reinos alejados del suyo, que han compartido sus hazañas organizativas en la procelosa red. Y entonces, como escribió don Miguel de Cervantes, es cuando empiezan a pasársele «las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio». A partir de este momento, a nuestro veterano profesor no lo rodean encantadores y doncellas, caballeros malandrines y paladines esforzados, princesas, dueñas y gigantes; de sus lecturas se desgajan otras criaturas no menos notables, llamadas criterio de evaluación, estándar de aprendizaje, competencia clave y elemento transversal. En su esfuerzo por comprenderlos y asimilarlos, se le secan las entendederas y su mente deriva de forma inevitable hacia el delirio. A través de la puerta de su despacho, se le oye recitar sutiles e intrincadas razones: «Los estándares de aprendizaje, especificación de los criterios de evaluación, deben ser observables, medibles y evaluables… El Real Decreto de currículo básico establece la necesidad de la evaluación del proceso de enseñanza a través de la inclusión de indicadores de logro… Se establecen nuevos instrumentos de evaluación, como las rúbricas y listas de cotejo…»
Pobre viejo profesor. En su locura, sueña aplicable en el aula cuanto lee en las leyes de educación y se planta en clase con un portátil repleto de tablas de Excel que rellena con empeño mientras sus alumnos se entretienen, miran por la ventana o se enzarzan en ruidosas disputas infantiles. En medio del alboroto, él observa, evalúa, pone cruces y extrae porcentajes. Sale del aula despeinado y algo aturdido, pero orgulloso. Ha conseguido medir el progreso y adquisición de competencias de sus treinta y tantos alumnos a lo largo de los cincuenta y cinco ruidosos minutos de clase, ha identificado sus logros por medio de una muy singular lista de cotejo y habría culminado su hazaña poniendo en marcha un gozoso mecanismo de coevaluación si hubiera conseguido hacerse oír por encima del escándalo. La ventura, qué duda cabe, va guiando sus pasos, como diría el bueno de don Miguel. Y, en seguida, se sumerge en su soliloquio: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace…»
La felicidad de nuestro caballero docente sería completa si su glorioso batallar contra las brumas de la ignorancia se viera jalonado con una sarta de nombres nobles y sonoros. Pero en su vida de aventura no existen caballos llamados Clavileño ni princesas Micomiconas, ni caballeros que se impongan dura penitencia bajo el magnífico sobrenombre de Beltenebros, sino prosaicos vocablos como destreza, competencia y retroalimentación. Ni siquiera le queda el consuelo de hacerse llamar Don Quijote de la LOMCE, cuando una nueva ley de nombre cacofónico ha venido a ocupar el lugar de aquella y lo condenaría a la ignonimia de pasar a la posteridad como el Caballero de la LOMLOE. Es evidente que, en estos tiempos legalistas y burocráticos, no es fácil alcanzar la gloria de las palabras. Sí lo es, en cambio, perder el sentido de la realidad.
¡Caramba! como entiendo a este Quijote.
ResponderEliminarYo, en general, entiendo bastante bien a don Quijote. Cada vez más. No sé si será cosa de la edad o de los tiempos que corren.
EliminarMe quito el sombrero ante tu certera, acertada y clarividente prosa.
ResponderEliminarY yo ante tu preciso empleo de los adjetivos. Muchas gracias. Es siempre un placer leer tus comentarios.
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