CUADROS RECUPERADOS (XV): TRABAJADORES


Entusiasta cantor de la fuerza del trabajo y de la energía imparable del proletariado, el pintor soviético Aleksandr Deineka (1899-1969) hace un paréntesis en su exaltación de una nueva sociedad para fijarse en Desempleadas en Berlín en el lado más triste y desvalido de la condición humana. Un fondo ocre y apagado parece ir a tragarse los cuerpos de estas tres mujeres cuyo rostro y postura nos hablan de la impotencia del individuo para luchar contra los grandes mecanismos que rigen su día a día. A las protagonistas del cuadro ni siquiera les queda el consuelo de la solidaridad: sus miradas son divergentes, se clavan en el espectador, en el bebé cuya seguridad preocupa, en un punto perdido del espacio donde parece encontrarse un futuro nada esperanzador. Estas tres mujeres están unidas por el mismo problema pero aisladas en el pozo oscuro de su propio desamparo.

(Los cuadros de diciembre. 2011)


Discouraged workers es el expresivo título original de este cuadro del pintor estadounidense Ben Norris (1910-2006). En efecto, sus protagonistas rezuman desaliento, desánimo, abatimiento: frente a un escenario de dimensiones desmesuradas, las pequeñas figuras humanas se mueven encorvadas, en solitario o en parejas, como ayudándose en el duro oficio de seguir adelante. En contraste con ellas, la maquinaria industrial que parece ir a engullirlas a todas es un prodigio de magnificencia y verticalidad; sus ángulos están nítidamente trazados, sus piezas encajan a la perfección, sus chimeneas se alzan hasta el infinito. Es un paisaje inhumano y vertiginoso, al que no cabe más que rendirse y obedecer con la cabeza gacha. Este cuadro de colores vibrantes y pinceladas vigorosas fue creado en 1936, en pleno periodo de entreguerras, en medio de una cruel crisis económica que condenó a miles de trabajadores a la sumisión y la miseria. En estos tiempos nuestros tan complicados, se me antoja que el mensaje del artista sigue pleno de validez y oportunidad: la dureza de las condiciones laborales, la existencia de un engranaje despiadado que ignora el elemento humano y la presencia triste y digna del obrero que, aun abatido, prosigue su camino sin rendirse. 

(Los cuadros de mayo. 2017)

Noctámbulos, artistas, gente del pueblo, prostitutas: son los protagonistas de la obra de Toulouse Lautrec, el pintor que nació predestinado a habitar salones nobles y se convirtió en cronista de la vida bohemia del París de finales del XIX. Con solo veintitrés años y una sabiduría impropia de su juventud, pinta La lavandera en 1884. Toda la pesadumbre de una dura rutina de trabajo se recoge en la curva de la espalda de la modelo, en la tensión acumulada en los nudillos que se agarran al borde de la mesa. Apenas adivinamos los rasgos del rostro, ocultos bajo el pelo cobrizo, única nota de color en un lienzo presidido por el blanco, por el negro, por los pardos. Como siempre en la obra de Toulouse, el cuadro destila una profunda tristeza. Cabría concebir alguna esperanza si consiguiéramos asomarnos a esa ventana por la que otea la protagonista en sus instantes de descanso, pero el pintor nos niega esa posibilidad: apenas atisbamos una esquina de los tejados, un fragmento de cielo. La mujer parece mirar hacia el futuro pero no sabemos lo que hay en él. El artista nos indica tal vez que no hay salida para la protagonista de su lienzo, condenada a permanecer en un presente sombrío, atada para siempre a su trabajo. 

(Los cuadros de junio. 2012)

Cuando vi por primera vez Las costureras, del pintor ruso-estadounidense Moses Soyer (1899-1974), algo en el cuadro llamó poderosamente mi atención, pero fui incapaz de determinar qué era. Archivé la imagen para comentarla algún día en esta sección y sólo ahora, al disponerme a hacerlo, he comprendido la causa de la atracción que ejerció sobre mí desde el primer momento. Soyer es un pintor al que se suele ubicar dentro del realismo social y que recrea escenas y personajes de su entorno con un estilo dibujístico y una atención a los volúmenes que parece herencia del Cubismo. Con frecuencia, el mundo de los trabajadores (y también su cara amarga, la de los desempleados) se cuela en su obra; el cuadro que nos ocupa es un buen ejemplo de ello. Pero informándome sobre la figura de este artista, descubrí que Soyer encontró en la danza un importante foco de inspiración y recreó con frecuencia a bailarinas en plena acción o en reposo. Fue entonces cuando comprendí lo que me había llamado la atención de Las costureras: estas mujeres estilizadas que trabajan en grupo pero abstraídas cada una en su tarea tienen la elegancia y la cuidada disposición de un cuerpo de baile. La hermosa alternancia entre colores fríos y cálidos, la contraposición de poses frontales y de espaldas al espectador, parecen obedecer a una cuidadosa planificación. Este amante de la perfección de la danza no puede evitar que el orden, la delicadeza y la precisión invadan su otra faceta, la de testigo de la realidad social de su época. 

(Los cuadros de junio. 2018) 

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