MEMENTO MORI

La piedra no siempre es piedra. La piedra es a veces piel, cabellos, tela, y puede ser también movimiento y emoción. En el Panteón de los Reyes del Monasterio de Santa María La Real de Nájera, la piedra se ha vuelto descanso y silencio: el que envuelve a los diez personajes yacentes ante los cuales el visitante refrena el paso, temeroso de interrumpir su sueño. No se trata solo de la pericia del escultor, que también; contribuyen a la sensación de penetrar en un ámbito al margen del tráfago mundano la iluminación tenue y la cercanía de la cueva en la que, según la leyenda, se apareció la Virgen al monarca que ordenó erigir el edificio. Las paredes rugosas de dicha cueva son el telón de fondo del sueño eterno de los diez personajes regios, cinco hombres y cinco mujeres, que parecen haber regresado así tras la muerte a las entrañas de la tierra.


Amo las estatuas yacentes por la serenidad que desprenden. Así sucede con las solemnes esculturas del Panteón de los Reyes de Nájera. Los guerreros en armadura son graves y majestuosos, y sujetan frente al cuerpo una espada inmóvil que ya no volverá a causar muerte alguna. Las damas aprietan contra el pecho un libro, que me gusta imaginar el que más amaron en vida, no precisamente el de oraciones. Pequeños seres se disponen a sus pies: figuras infantiles llenas de encanto, perros que simbolizan la fidelidad pero que provocan en el que los contempla la sensación tranquilizadora de que la eternidad del difunto allí enterrado será un poco menos solitaria. Reyes y reinas, regentes y consortes, habitantes de épocas remotas y duras, que llevaron existencias breves desde nuestra perspectiva moderna y también, desde esa misma perspectiva, plagadas de acontecimientos terribles, yacen ahora en la serenidad más absoluta. Todo pasó y queda el sosiego.


 

Pero al reflexivo visitante le aguarda una sorpresa al fondo del ala izquierda del panteón. Allí, oculto tras las plácidas figuras de dos reyes y dos reinas, yace un cuerpo que a primera vista parece encontrarse en descomposición. La barba nos indica que se trata de un personaje masculino, pero poco queda de sus ropas. Contemplamos con inquietud la superficie rugosa de su torso y sus piernas, en trance de deshacerse. El lecho sobre el que reposa se nos antoja áspero y duro. La frágil piedra arenisca en que está esculpida esta figura no ha resistido el peso de los siglos; a este monarca le ha sido negada la eternidad de la que disfrutan sus compañeros de enterramiento. Hay muerte incluso dentro de la misma muerte. Esta estatua nos lo recuerda, con la inestimable colaboración del tiempo: Memento mori. Y es que, como afirmaba Marguerite Yourcenar, el tiempo puede ser un gran escultor.

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