LA VIDA EN QUINCE MINUTOS

Entras en tu casa. Es quizá la última vez que lo haces, pero no tienes tiempo para sentimentalismos. Dispones de quince minutos para reunir las pertenencias que quieres llevarte y cerrar tu puerta, probablemente para siempre. Porque hay un gigante de lava que camina de forma lenta e inexorable en dirección a tu vivienda. Llevas décadas habitando encima de un polvorín, pero nunca creíste que sucedería lo que estás viviendo: tu casa quedará sepultada en breve bajo la negra uniformidad del paisaje volcánico.

¿Qué se salva de las ruinas de toda una vida? Lo primero, qué duda cabe, los seres vivos. La mascota que se refugió en un rincón inalcanzable y a la que hubo que dejar atrás en la huida apresurada. La hermosa planta que ha sobrevivido en su maceta a ausencias, despistes o excesos de regado. Los peces que miran nuestras prisas y nuestra angustia con su inquebrantable placidez acuática. ¿Y después? Se impone el sentido común: las escrituras de la vivienda, esos documentos esquivos que llevas días intentando localizar mentalmente y sobre cuya ubicación exacta no estás del todo seguro. Habrá que dividir los esfuerzos familiares, que uno busque al gato o al conejo fugitivo, que otro rastree mientras tanto en cómodas y cajones hasta dar con los trascendentales papeles. ¿O cederás más bien al componente sentimental? Cuidado, que es como un río que se desborda. De su mano llega un aluvión de posibilidades: las fotografías en papel de los viejos tiempos, los trajes de aquel difunto querido que nunca te atreviste a tirar, las cartas secretas del amor de adolescencia, los regalos del Día de la Madre y del Padre, hechos con encantadora torpeza artesanal por los pequeños que dejaron hace mucho de serlo, las joyas heredadas de la bisabuela. Aquí regresa el sentido práctico antes mentado; hay que salvar también los objetos de valor, el ordenador portátil recién comprado, el televisor de tamaño panorámico, la máquina fotográfica en la que invertiste un dineral al que hasta la fecha no le has sacado partido. La ropa, claro está; parece algo intrascendente, pero cualquiera se pone a reponer el ropero de toda la familia. El dinero: resulta que los mayores tienen sus ahorros diseminados en escondrijos tan difíciles de ubicar como el de la mascota fugitiva. ¡El gato! ¿Alguien ha conseguido localizar al maldito gato…?

Has hecho innumerables viajes para cargar el coche, has consolado a tu hijo, que querría llevarse una canasta de baloncesto que no cabe en el maletero. Has agarrado sin contemplaciones al gato o al conejo al que los días de soledad han transformado en un animal salvaje. Has localizado las escrituras: inmenso alivio. Aprietas la carpeta que las contiene contra el pecho mientras cierras la puerta por última vez. Lo haces deprisa, para no demorarte mirando el recibidor al que salían a recibirte los niños a la vuelta del trabajo, donde daba saltos de alegría el perro que murió hace años y que está enterrado en el jardín. Este amigo fiel encontrará una nueva sepultura debajo de la lava.

Seguro que, cuando te sientas al volante y enciendes el contacto, recuerdas un objeto trascendental que has olvidado coger. Ignorabas lo importante que era hasta este mismo instante. Ahora te parece que en él se cifra el sentido de tu vida, de tu añorada niñez, de tu tortuosa adolescencia, de ese a la vez complejo y simple proceso de volverse adulto. Como ya hay alguien que va llorando en el coche y Protección Civil ha dejado muy claras las condiciones del desalojo, no puedes ni quieres volver atrás. Aceleras, te incorporas a la carretera que pasa frente a la casa de tu vida, te alejas sin mirar atrás. Has tenido quince minutos para recoger lo principal de tu existencia. Alguien con espíritu positivo y una alegría un tanto impostada va encomiando lo organizados que habéis estado y lo bien que habéis sabido salvar lo más importante. ¿Qué es lo más importante?, piensas mientras te permites echar un vistazo fugaz por el retrovisor. Allí detrás se queda la casa que has habitado durante décadas. Dentro, latiendo como un tesoro escondido, permanece ese objeto olvidado que solo ahora sabes que era el resumen de tu existencia. Lo has perdido, pero no te parece grave. Agradeces haber tenido este instante de iluminación, esta inesperada revelación del sentido de las cosas.

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