LEER DE UN TIRÓN
Los grandes (modestos) placeres de la vida: tener un trozo de mar a nuestra disposición para soñarnos por un instante legítimos poseedores de tanto azul. Dormir bien arropados, a poder ser con el repiqueteo de la lluvia como fondo. Dormir, en cualquier caso. Observar la evoluciones de cualquier ser pequeñito, humano o no, que nos suscite especial ternura. Leer un libro de un tirón.
Salgo de una época del año en que mis ratos de lectura son azarosas interpolaciones en un horario que apenas concede tregua. Un novelista me presenta a los personajes principales de su trama y al poco cometo la descortesía imperdonable de salir huyendo y dejarlos solos. Un ensayista me plantea un tema de interés que me esfuerzo por asimilar entre tarea y tarea. Un poeta me susurra versos al oído mientras lucho contra el sueño por la noche. Es inútil: se trata de una batalla perdida. Cuando intento retomar la lectura al día siguiente, he mezclado los nombres de los personajes, las propuestas que me parecieron interesantes están envueltas en una nebulosa y no recuerdo qué poema he leído y cuál no. Leer en época de trabajo es un simulacro suavizado de la ingrata condena de Sísifo. La piedra que se empuja cuesta arriba no pesa, es incluso agradable de llevar, pero una vez en la cima se precipita hacia el vacío y hay que empezar de nuevo.
Leer de un tirón es un privilegio que no siempre va asociado a los buenos tiempos. Hay libros que están unidos en mi recuerdo a malas noches, a graves disgustos: me sumergí en ellos para olvidar y emergí en la página final para reencontrarme con una realidad que seguía allí, como el dinosaurio de Monterroso, pero a la que había conseguido mantener a raya durante unas horas. También están las enfermedades y las lesiones, las largas jornadas que se abrevian mágicamente de la mano de historias, reflexiones, sentimientos ajenos que emociona descubrir que no lo son en absoluto. Y, por supuesto, el verano, con sus interminables horas de luz, plasmación física de la íntima certeza de que los relojes no marcan el paso de los minutos al mismo ritmo que en invierno. Sucede entonces que las intrigas de las novelas negras avanzan de forma implacable y, entre el momento del crimen y el sorprendente descubrimiento de la identidad del asesino, pasa el escaso tiempo que se merecen nuestra curiosidad y nuestra impaciencia. Los pensamientos del autor se encadenan con lógica implacable, los datos se despliegan en nuestra mente con toda su eficacia, sin estar sujetos al riesgo del olvido. En una tarde tenemos tiempo de conocer, amar y denostar a un personaje del que no teníamos noticia por la mañana, en una versión comprimida de toda una vida en común. Las dinastías se fundan, crecen y decaen con sorprendente celeridad: ¿es posible que varios siglos hayan transcurrido en un solo día?, nos preguntamos levantando los ojos de la página final con cierto aturdimiento. Los paisajes descritos nos absorben, no hay interrupción que mitigue la sensación de estar rodeados por el bosque, enfrentados a los grandes horizontes marinos, sobrecogidos por la belleza implacable del desierto. Cuando al fin cerramos el libro, nos cabe la duda de si estamos dentro o fuera de él. La piedra del Sísifo lector llega a buen puerto al final de cada jornada. La que empujará al día siguiente cuesta arriba no será nunca la misma piedra.
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