CUADROS RECUPERADOS (XII): MITOS
Según
la leyenda, el amor entre el dios Apolo y el joven Jacinto termina con un
trágico accidente, cuando el disco con el que están jugando golpea al muchacho
y le causa la muerte. El pintor francés Jean Broc (1771-1850) refleja en La muerte de Jacinto a dios y
mortal unidos en un amoroso abrazo, en lo que el espectador creería una escena
feliz de no ser por el peso del cuerpo muerto del joven. El cuadro tiene una
luz extraordinaria; pude verlo hace un par de años en una exposición, y mi
sensación fue la de que en el muro se abría una ventana hacia un ámbito
sobrenatural. Curiosamente, regresé al cabo de un tiempo y me encontré con que
la pintura no estaba; en su lugar, un cartel anunciaba que había sido prestada a
otro museo. Me quedé mirando el espacio vacío, fastidiada. Jacinto no estaba ya
allí. Me acordé entonces del final del mito, en el que Apolo transforma a su
amante en una flor, y me pareció una coincidencia curiosa. Tal vez esa pared en
blanco en el lugar del cuadro era una peculiar forma de metamorfosis.
(Los cuadros de septiembre. 2011)
Los
temas archirrepetidos en la historia del arte presentan el aliciente de
permitirnos comparar el momento que cada autor elige para su plasmación por
medio del cincel o los colores. Es el caso de la historia de Andrómeda, la
hermosa muchacha condenada a ser víctima de un monstruo marino para aplacar así
la ira de Poseidón. Con frecuencia, los artistas se decantan por la
intervención del valeroso Perseo para salvar a la joven; no faltan las
recreaciones del feliz desenlace, con el héroe liberando a la prisionera de sus
cadenas mientras entre ambos se cruza una mirada de incipiente amor. El artista
francés Gustave Doré (1832-1883), especialmente conocido por sus grabados e
ilustraciones de obras literarias, elige un momento previo de la trama e
inmortaliza a la bella y desvalida Andrómeda cuando, desnuda y atada a las
rocas, se enfrenta en solitario a la amenazadora presencia de su agresor. Con
extraordinario instinto dramático, Doré se centra en los aspectos más sombríos
del mito y nos muestra la aterradora soledad de la heroína, el brutal contraste
entre la delicada anatomía de la muchacha y la espantosa criatura que la ronda.
Todo es dinamismo en esta composición de extraordinario impacto visual: la
curva del cuerpo femenino, la espuma que salpica la roca, la melena agitada por
el viento. Apenas entrevemos el rostro de la protagonista, oculto por las
sombras y el pelo; del monstruo sólo adivinamos su terrible envergadura por las
fauces que asoman a la superficie. Y es que, con pericia de maestro, Doré
comprende que resulta mucho más eficaz sugerir que mostrar. Este es un cuadro
del que me acuerdo a menudo en los últimos tiempos, cuando a diario me llegan
noticias de la voracidad de los grandes mecanismos de poder, prestos a devorar
al indefenso ciudadano de a pie. Y no lo puedo evitar: me resultan mucho más
simpáticos estos monstruos de las leyendas de antaño.
(Los cuadros de julio. 2013)
Los
retratos barrocos son un prodigio de presencia y rotundidad; a primera vista,
este no es una excepción. Pero el personaje de noble porte y aparatosas
vestiduras que protagoniza este cuadro guarda una sorpresa para el que lo
observa con atención: tiene orejas de burro. Es el mítico rey Midas, el monarca
al que una disputa con el dios Apolo trajo tan indeseadas consecuencias para su
imagen, pintado por el artista napolitano Andrea Vaccaro (1600-1670).
Eliminando toda referencia a la leyenda y centrándose en el personaje
principal, Vaccaro crea una obra comedida e intensa, con un tema delicado, en
el que sortea con habilidad lo anecdótico y lo grotesco. No nos importa por qué
este personaje se ha visto conducido a tan lamentable situación; el único
protagonista del cuadro es el hombre y su deseo de mantener la dignidad en
medio de su desgracia. Con sabiduría y elegancia, el pintor coloca a su modelo
dando la espalda al espectador, concentrado en otro foco de atención, aunque
algo en la expresión de su rostro nos dice que capta la curiosidad con que lo
escrutamos y la soporta con valentía. Este Midas sigue teniendo el porte de un
rey, a pesar de su penoso defecto. El artista nos transmite la idea de que, en
sus discrepancias con la divinidad, la fortaleza de los simples mortales tiene
mucho que decir.
(Los cuadros de agosto. 2013)
Las Metamorfosis de Ovidio son una
extraordinaria fuente de motivos para los pintores renacentistas y barrocos. El
personaje representado de forma más recalcitrante, y nunca bajo su propia
apariencia, es el del dios supremo del Olimpo, capaz de adoptar innumerables
formas ―cisne, lluvia de oro, águila, nube― para amar a los mortales que son
objeto de su capricho. El pintor italiano Antonio Allegri da Corregio
(1489-1534) elige precisamente esta última opción, tal vez la que supone un
mayor desafío técnico, y muestra el encuentro amoroso entre el dios
transformado en nube y su amada en Júpiter
e Io. Se trata de un cuadro prodigioso, que se salta de golpe tres siglos y
nos remite a la perfección en el tratamiento de las texturas que alcanzarán los
pintores academicistas del XIX (de no ser por el tipo femenino, tan adscrito a
los cánones del Renacimiento, uno esperaría encontrarlo firmado, por ejemplo,
por Bouguereau). Júpiter e Io es
un cuadro de enorme dinamismo, gracias sobre todo a la diagonal que preside la
composición y que sitúa a la mujer en una actitud de profundo desequilibrio. Es
esa línea diagonal la que divide el lienzo en dos mitades contrapuestas en
tonalidades e iluminación: la claridad del cuerpo femenino, dispuesto sobre una
reluciente tela blanca, y la oscuridad de la sombra que se cierne sobre él, en
la que se adivinan un rostro y un brazo vagamente humanos. El contraste entre
el suave abandono de Io y la amenazadora indefinición de la nube que la envuelve
es estremecedor. Alejado de representaciones mitológicas estereotipadas,
Correggio dota de inmediatez y dramatismo a la vieja historia fabulosa; gracias
a artistas como él, los mitos estarán siempre vivos.
(Los cuadros de agosto. 2016)
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