EFECTOS SECUNDARIOS
He dejado el coche a saber dónde; me cabe la duda de si seré capaz de localizarlo para volver a casa. Frente a mí se yergue la mole del hospital. Una fila de obedientes hormigas rodea su descomunal fachada. Pienso: Debería anular todos mis compromisos de hoy; voy a pasarme el día haciendo cola.
Camino en dirección contraria a la fila que avanza de forma ordenada. Al dar la vuelta a la esquina me encuentro con los últimos incorporados y me coloco detrás, acompasando mi ritmo al de los que me preceden. No hay ninguna indicación ni he tenido tiempo de comprobar si esa es la única cola para entrar al hospital. Recuerdo que en la cita recibida por SMS se me convoca a un pabellón concreto, creo recordar que el número 3, pero ignoro si la interminable ristra de personas se dirige hacia allí. El mensaje añadía también una zona nombrada con un punto cardinal: ¿zona norte? Pero, ¿dónde está el norte…? Rodeada de gente como estoy, me asalta la extraña sensación de que no tener a nadie a quien preguntar. Por otra parte, la idea de alejarme para echar un vistazo me horroriza; me he incorporado a esta fila que avanza inexorable y no me siento capaz de abandonarla.
Unos metros más adelante, un cartel de considerable tamaño indica: Punto de vacunación. Una flecha dibujada al pie apunta en la dirección en la que vamos avanzando. Capto un silencioso alivio a mi alrededor, a pesar de que el enigma del pabellón 3 sigue vigente. Unos metros después, un cartel más pequeño avisa a los potenciales vacunados con Moderna de que deben dirigirse al pabellón 1. ¿Pabellón 1? ¿Dónde se encuentra el pabellón 1? ¿Por qué no hay flecha en ese cartel?
―Yo soy de AstraZeneca ―rompe el silencio una señora, tres puestos por delante de mí.
Las dos siguientes cabecean con fervor: ellas también son de AstraZeneca. Se las nota entusiasmadas como los astronautas de las películas cuando se encuentran con otro terrícola en el espacio sideral. Las tres se vuelven ahora hacia mí y me miran expectantes, pero yo no me identifico. Su expresión deriva hacia el recelo. Finjo mirar con atención la pantalla de mi móvil. Hay algo en la situación que me provoca inquietud: la sucesión de personas embozadas, la larga cola que avanza a velocidad constante pero cuyo final no llega nunca. ¿Existirá el pabellón número 3? Alguien ha debido de plantear la misma duda que yo, supongo que en términos menos existenciales, porque una de las risueñas astrazenecas afirma:
―Sí, la fila va al número 3.
―Es que es la única fila que hay ―remata una de sus compañeras de tribu.
A mí la afirmación me suena un poco amenazadora: la única fila para ir a todas partes, la única fila que hay. No hay escapatoria (tal vez, a estas alturas, el sol en la cabeza me está pasando factura). Doblamos una nueva esquina y alguien dice: Ahí, ahí está el final. Aguzo la vista. Los árboles que desde hace rato no me cobijan con su sombra están todos delante, frente a mis ojos, tapándome el destino de mi viaje, pero con un poco de imaginación, puedo distinguir una pequeña aglomeración, un punto en que las hormigas aminoran su paso frente a un puesto de control.
―¿Astra? ¿Astra? ―se oye en ese instante una voz aguda y monótona.
Nos acercamos a una chica con visera blanca que pide a cada uno de los miembros de la fila que se identifique. Intento calcular el número de veces que habrá lanzado su pregunta desde el comienzo de la jornada; luego pienso que son apenas las diez y media y me estremezco. Todos le van diciendo que sí y reciben a cambio un impreso lleno de advertencias amenazadoras que deben firmar. Se los nota azorados: se ve que les gustaría detenerse a cumplimentarlo antes de que les falte el valor, pero la fila avanza sin pausa y no tienen sitio donde apoyar el papel. Un poco antes de que le toque el turno a la tribu astrazeneca, ocurre algo extraño.
―¿Astra? ―pregunta mecánicamente la empleada.
Una señora de mediana edad se queda plantada frente a ella. Casi me parece oír un chirrido en el mecanismo perfectamente engrasado: la fila se ha detenido.
―No ―dice la señora.
La empleada tarda un poco en reaccionar; romper la retahíla de preguntas idénticas debe de costarle esfuerzo.
―¿Pfizer, entonces? ―pregunta al fin.
La señora afirma con la cabeza.
―¡Pues dígalo entonces! ¡Pfizer, Pfizer, es muy fácil!
Me da la impresión de que encuentra placer en pronunciar este otro nombre de vacuna, pero es un placer efímero.
―¿Astra, Astra…? ―la oigo repetir de nuevo, mientras paso junto a ella y recojo mi impreso.
A estas alturas, la ordenada fila de hormigas ya no lo es tanto. Todos llevamos en la mano el móvil con el mensaje que debemos enseñar al entrar en el edificio, pero también el consentimiento que hay que firmar, y también las gafas de sol que nos ponemos y nos quitamos a intervalos según la presencia o no de árboles, o las gafas de leer para enterarnos por el impreso de los efectos secundarios que penden sobre nuestras cabezas. La cola avanza un poco a trompicones y termina de desbaratarse cuando se produce una bifurcación que separa la populosa tribu de los astrazenecos de la mucho más menguada de los pfizer. Pienso con melancolía si alguna vez conoceré a un vacunado con Moderna. Pero no: esos acuden a otro pabellón, lo cual, en esta escena postapocalíptica, equivale a otro planeta.
Es la segunda vez que entro en este extraño edificio que resulta a la vez muy grande y muy estrecho, con sus espacios cerrados por tabiques que terminan a media altura, con sus recorridos delimitados por cintas, con sus innumerables flechas que jalonan el avance de los que en él ingresan. Es un territorio poblado de veinteañeros con bata blanca; tal vez un mundo cuyos habitantes son exterminados nada más traspasar la treintena. Me apoyo a firmar el consentimiento en una mesa y, cuando vuelvo a incorporarme a la cola, esta aumenta de repente su velocidad de avance. Un chico que va delante de mí (he perdido de vista a las mujeres astrazenecas) echa a correr como si fueran a negarle la vacuna en caso de no llegar a tiempo. Hago lo mismo, a riesgo de perder en la carrera el impreso, las gafas de leer, las de sol que no he podido aún guardar, el bolígrafo y el móvil. Voy jadeando cuando me siento al fin en una silla junto a una enfermera de juventud insultante.
―¿La primera vez fue AstraZeneca? ―me pregunta, risueña.
Afirmo con la cabeza y al segundo noto el pinchazo. Me levanto, me incorporo sin dilación a otra fila que avanza hacia el registro. A esta altura de la mañana, soy una autómata que solo sabe bogar de fila en fila. La encargada del registro me pregunta si tuve alguna reacción a la primera dosis. Me parece un poco tarde para esa pregunta y me planteo si no me habré colocado por error en la cola de los que aún no se han vacunado. Me da mi certificado, me indica que fotografíe unas instrucciones pegadas en la pared que me permitirán obtener una cartilla que no sé exactamente qué es, pero no importa: tomo la foto. Me siento durante diez minutos a comprobar si todo está en orden. A mi alrededor, una veintena de recién vacunados ―supongo que astrazenecos― permanecen en silencio, atentos a las reacciones de sus respectivos organismos. Es el momento de hipocondría en que uno espía con resquemor cualquier sensación de mareo, cualquier mínimo hormigueo en una extremidad. ¿Será el aturdimiento un efecto adverso reseñable?
A
los diez minutos justos, me levanto de golpe y busco la salida. Abandono el
edificio mastodóntico, por fin sin formar parte de una fila. Me lanzo a cruzar
por el primer paso de cebra, aunque no estoy muy segura de la dirección en la que
se encuentra mi coche. Voy pensando si la angustia inexplicable que me asalta
será algún tipo de efecto secundario.
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