MATAR LA PRIMAVERA
Oigo en la radio que la primavera ha comenzado a las 4:50 de esta madrugada y me viene a la cabeza un ejercicio que suelo hacer con mis alumnos todos los cursos. Y ya van unos cuantos.
El
ejercicio del que hablo va encaminado a que los estudiantes comprendan lo que
es el significado connotativo de un término; es decir, todos esos elementos
subjetivos y añadidos a su significado primario, surgidos de la pertenencia a una determinada sociedad o simplemente de la experiencia personal. Cada curso me
toca explicar o recordar este concepto a grupos de edades dispares, pero
siempre hago el mismo ejercicio, que con el paso de los años se ha transformado
en una especie de experimento: propongo palabras y los alumnos me responden con
lo que estas les sugieren. Algunas de ellas, como “sábado” o “verano”, se
mantienen inalteradas a lo largo del tiempo; cada vez que las menciono, sale a
mi encuentro un tropel ya conocido de ideas, encabezado por los vocablos
“fiesta”, “amigos” y “vacaciones”. Chicos y chicas que a estas alturas habrán
terminado la universidad, andarán inmersos en el mundo laboral y habrán formado
familias, lanzaron en su momento esos términos con la misma convicción con que
lo han hecho mis alumnos del curso actual. Pero esa unanimidad se empezó a
torcer hace unos años cuando, al continuar el ejercicio con la primavera, a las
habituales “flores” y “buen tiempo”, se unió una palabra terrible, pronunciada
con gravedad por un alumno que, además ―lo recuerdo perfectamente― no era
demasiado proclive a participar en clase. La palabra en cuestión era “alergia”.
Fue la primera intervención, y el tono fue tan serio y contundente que se hizo
el silencio. Confieso que me quedé desconcertada, pero lo disimulé y animé a
los otros chicos a participar. Alguien dijo: “bichos”. Otro: “avispas”. Otro,
con gesto disgustado: “estornudos”. Sentí que siglos de poesía lírica, con sus
loas a la belleza natural y a los rituales amorosos del mes de mayo, se tambaleaban.
Pregunté, ya sin rodeos: «¿Es que a nadie le gusta la primavera?». Me miraron sorprendidos, sin decir nada, como si
ignoraran hasta ese momento que alguien pudiera tener semejantes gustos.
Nunca desde entonces he tenido un grupo tan renuente a reconocer los encantos de la estación primaveral, pero sí es cierto que, cada vez que realizo el ejercicio que acabo de explicar, se produce una división entre los que son capaces de ver el renacimiento de la vida y los que solo sientes picores y deseos de estornudar. A estos últimos los visualizo armados de espráis negros, tachando con gruesos trazos el hermoso «que por mayo era por mayo» del romancero y los lindos, juguetones versos de la lírica tradicional:
Entra mayo con sus flores,
sale abril con sus amores,
y los dulces amadores
comienzan a bien servir.
Inevitable
acordarse del arrogante Marinetti y su Manifiesto
Futurista, en el cual proponía, con ese desapego hacia lo clásico tan
propio de las vanguardias, matar el claro de luna. Estos alumnos míos de mirada
realista están empeñados en combatir a golpe de antihistamínico la estación que
más ha inspirado a poetas y soñadores de todas las épocas. Considerándolo bien,
es un buen síntoma, en estos tiempos preapocalípticos, que aún tengamos
primaveras que matar.
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