Una
recomendación me ha llevado a empezar la Trilogía
de los años oscuros, escrita al alimón por Rosa Ribas y Sabine Hofmann, por
la que es en realidad su segunda parte, El
gran frío. Contribuyó el tema, que me atrajo de forma irresistible: en
plena década de los cincuenta, una joven periodista barcelonesa se traslada a
un pueblo perdido del Maestrazgo para escribir un artículo sobre una niña
venerada como santa por sus vecinos a causa de sus estigmas. Lo que en
principio parece un simple caso de superchería supone para la protagonista una
inmersión en un mundo cerrado y opresivo, en el que andan desatadas fuerzas más
terribles que las del oscurantismo religioso. Me declaro rendida admiradora de
este personaje femenino enérgico y desenvuelto, trazado por sus autoras por
medio de deliciosos detalles que producen una intensa sensación de realidad y
despiertan en el lector la simpatía y casi me atrevería a decir que el afecto.
Termino mi primera incursión en esta serie de novelas protagonizadas por la
periodista Ana Martí con el vivo deseo de conocer más sobre ella, de averiguar
los contratiempos que le hicieron perder su puesto en La Vanguardia para terminar cubriendo sucesos sensacionalistas en El caso; de acompañarla en otras
investigaciones llenas de ingenio y osadía; de verla desenvolverse en la gris
sociedad de la posguerra, derrochando entusiasmo en medio del miedo, la
represión y la violencia soterrada.
Dentro
del grupo de escritores que consideramos grandes, existe un subgrupo formado
por aquellos que nos parecen poseedores de una personalidad rica y cercana, con
la que nos resulta fácil encontrar puntos de identificación. Disfrutamos
leyéndolos y también descubriendo entre sus líneas, como pequeños dardos que
sentimos que apuntan hacia nosotros de forma especial, retazos de nuestras
emociones y recuerdos, de nuestra forma de captar y afrontar el mundo. A mí me
sucede con Olga Tokarczuk. Esta mujer de rostro aniñado y ojos vivos que me
saluda desde la solapa de las ediciones de sus obras en Anagrama, aparte de
eminente y ―para mí― merecida ganadora del Premio Nobel de Literatura, es una
especie de amiga con la que converso largamente, espero que por mucho tiempo,
desde que hace un año leí por primera vez una obra suya, Sobre los huesos de los muertos. Sensible y aguda, capaz de
apreciar la grandeza de los detalles, ferviente defensora de la dignidad de los
animales, esta autora pertenece a ese restringido grupo del que hablaba al
principio, compuesto por escritores con los que me encantaría charlar
físicamente, más allá de la comunicación que se establece por medio de sus
libros. Los errantes es un buen
simulacro de esa conversación que tanto me gustaría tener: se trata de una
recopilación de textos de variada índole ―relatos, artículos, breves
reflexiones― unidos por el tema del viaje. La autora, que se confiesa desde las
primeras líneas remisa al sedentarismo, trascribe experiencias propias,
recuerdos de infancia y juventud, encuentros en hoteles y aeropuertos, o explora
otras itinerancias de variada índole, desde transbordadores que surcan mares
inhóspitos hasta vagabundos que se protegen de la intemperie en el refugio
móvil del metro. En una curiosa identificación entre lo grande y lo pequeño,
explora también la anatomía humana, mapa que describe el viaje a lo más íntimo
de nuestro ser. El libro en sí es un pasaje a territorios inesperados. Sumirse
en su lectura es emprender un periplo variado y sorprendente, con una compañera
de viaje extraordinaria.
El
gran maestro en el arte de atrapar al lector y no soltarlo hasta la última
línea, Stephen King, me tiene sumergida en este volumen compuesto por cuatro
novelas breves que se ha colado de forma inesperada por delante de mi larga
lista de lecturas pendientes. Comentaré hoy las dos primeras. El libro se abre
con El teléfono del señor Harrigan,
un relato en el que se explora un territorio tan querido para su autor como es
la adolescencia y el paso de la infancia al mundo adulto. Y se hace a través de
la relación entre un muchacho de doce años y un anciano vecino que requiere sus
servicios para una serie de tareas, entre ellas la de leerle en voz alta los
libros de su biblioteca. La voz es precisamente el elemento fundamental de esta
historia en la que irrumpe lo inquietante cuando el anciano muere y su joven
amigo decide dejar caer en su ataúd un teléfono móvil que le acaba de regalar.
La esperable trama de comunicación con el más allá le sirve a King para trazar
una preciosa historia que habla sobre la amistad y la necesidad de apoyo y
referentes sólidos en una etapa de la vida caracterizada por el desconcierto.
La segunda novela, titulada La vida de
Chuck, es en extremo original. Está compuesta por tres partes de estilos
muy distintos, centradas en otros tantos momentos de la peripecia vital del
protagonista. No querría estropear el placer de la sorpresa a sus posibles
lectores: me limitaré a decir que la primera parte es una auténtica joya, una
ficción apocalíptica que deriva en su parte final hacia terrenos por completo inesperados.
La vida de Chuck explora con brevedad
y eficacia los grandes temas que afectan a toda existencia humana: los
instantes de plenitud, la amenaza de la muerte, la destrucción final.
Continúo
mi inmersión en el universo de Stephen King. La tercera historia que compone
este volumen es la que da título al conjunto, La sangre manda. El punto de partida es en extremo desazonante: la
explosión de una bomba en una escuela, con la consiguiente muerte de varios
estudiantes y profesores. La protagonista es una vieja conocida de los lectores
asiduos de King, la peculiar investigadora Holly Gibney; es ella quien se
percata de algo tan perturbador como el atentado en sí, el hecho de que
determinado presentador de televisión sea siempre el primero en llegar, en
ocasiones con sorprendente premura, a los lugares en que se han producido
tragedias. Ese es el extremo del hilo del cual tira esta mujer tan sagaz como
poco dotada para la vida social y que conduce a sorprendentes descubrimientos
que –no voy a ser tan desconsiderada— no desvelaré aquí. Solo diré que La sangre manda es, además de una
historia detectivesca con toques de terror, una reflexión sobre la naturaleza
del mal. Como siempre, el maestro King divirtiendo e intrigando al lector
mientras le da, como quien no quiere la cosa, contundentes nociones sobre los
grandes temas que afectan al ser humano. La novela que cierra el volumen es
divertidísima, por lo que tiene de intriga que no se puede abandonar y por los
toques de humor negro. King se permite el lujo de reírse de su labor de
escritor y lo hace a través de un novelista fracasado que decide aislarse para
escribir la obra maestra que le brindará el reconocimiento no conseguido hasta
entonces. Y lo hace en uno de los escenarios por antonomasia de los relatos de
terror: una cabaña perdida en el bosque. El lector prevé horrores sin cuento,
adversas condiciones meteorológicas con el consiguiente y claustrofóbico
encierro, o tal vez la aparición de un personaje amenazador que ponga en
peligro la vida del protagonista. Lo que no espera, a pesar de que se le
anuncia desde el título, es a la rata que da nombre a la novela. Esta será una
presencia inefable, fuente a la vez de diversión y de temor. Me lo he pasado
estupendamente leyendo esta reflexión sobre la creatividad, la escritura y sus
servidumbres. Estoy segura de que a muchos lectores, estén o no vinculados al
mundo de las letras, les pasará lo mismo.
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