EL NAVEGANTE INTERIOR


La sala de exposiciones Alcalá 31 de Madrid se ha transformado en un laberinto. Su hermosa y diáfana sala central está recorrida por una sinuosa sucesión de tabiques dispuestos en variados ángulos y que juegan a fragmentar, a crear recodos, a mostrar y a esconder; a desconcertar, en definitiva, al visitante. Este espacio singular se ha creado para dar un adecuado acomodo a la retrospectiva del pintor gaditano Guillermo Pérez Villalta titulada El arte como laberinto.

Tengo un sentido de la orientación bastante dudoso y eso me convierte tal vez en un sujeto perfecto para el experimento que subyace en esta muestra. Al poco rato de empezar mi visita, tras entrar en varios espacios reservados que parecían destinados a ocultar los cuadros allí expuestos, o al menos a crear un diálogo íntimo entre ellos y el visitante obligado a contemplarlos en solitario, descubrí al volver a la zona central que había perdido el sentido de mi itinerario e ignoraba en qué dirección debía seguir. Empecé así un progreso un tanto indeciso, en el que mi única guía eran las pinturas: esta la he visto, esta no, esta tampoco, esta también. Frente al carácter lineal o circular de los circuitos de exposición al uso, resulta una curiosa experiencia realizar una visita cuyo dibujo resulta tan difícil de reproducir mentalmente. En mi caso, la imagen que de ella conservo es un completo galimatías, una madeja cada vez más enredada al hilo de mis rectificaciones y vueltas atrás.

En uno de esos meandros de mi recorrido, en algún punto de la sala ―me costaría volverlo a encontrar―, me di de bruces con un cuadro que suspendió mi recorrido y me tuvo durante un buen rato ajena a vaivenes y vericuetos. En él se representa a un hombre que hace avanzar su embarcación por un extraño canal cerrado. El mundo exterior se hace notar a través de una vidriera, de un pasillo y de varios haces de luz que, dejándose caer desde lo alto, delatan la existencia de una claraboya. El agua, calmada y oscura, resulta inquietante de puro inmóvil. Un farol apoyado en la popa de la barca hace pensar en una próxima incursión en territorios más sombríos. Del extremo superior de la pértiga que enarbola el barquero pende un amuleto en forma de ojo. Esta sugerente escena responde a la doble denominación ―frente a la dificultad de encontrar un buen título, la inspiración del artista capaz de descolgarse con dos― de El agua oculta o El navegante interior. Se trata de una perfecta plasmación del proceso de búsqueda de las zonas más íntimas e inaccesibles de nuestro yo, del azaroso viaje que conduce a territorios que, a pesar de estar tan cerca, no hemos sido capaces de investigar. El navegante que con tan rudimentarios aparejos se dispone a emprender una travesía hacia territorios en tinieblas donde sus ojos físicos dejarán de tener utilidad y tendrá que confiar en el poder de su ojo simbólico, nos representa a todos en nuestros respectivos encuentros con nosotros mismos. A mí me causó, y me causa, una fuerte impresión. Al verlo por primera vez, supe que, tras la sucesión de errores y vueltas atrás que acababan de dibujar mis pasos, había llegado por fin al centro de mi propio laberinto.


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