CUADROS RECUPERADOS (VIII): DE ESPALDAS


El pintor rumano Mircea Suciu nos da una inquietante visión de las relaciones humanas en este cuadro que responde al misterioso título de El monumento. La obra de este joven artista nacido en 1978 está plagada de imágenes sorprendentes, que buscan agitar la conciencia del que las contempla, encararlo directamente con la denuncia social o con el absurdo de la vida. Sus personajes con frecuencia nos dan la espalda y parecen sumidos en un conflicto cuya naturaleza se nos escapa pero nos produce una indudable desazón; la esmerada técnica del artista dota de una incómoda sensación de realidad a tan enigmáticas escenas. En El monumento, los protagonistas son doce hombres y mujeres en ordenada formación, que podrían estar contemplando el objeto de su interés de no ser porque todo en su disposición subvierte el orden lógico: cada fila tapa la visión de la que se encuentra detrás y todas ellas están colocadas de cara a una pared vacía. Este orden escrupuloso, inflexible y disparatado parece dictado por una mente enferma. Los participantes de este juego absurdo ocupan su puesto sin rechistar y permanecen en su posición ciega y sin salida; no parece haber en ellos signo alguno de incomodidad, de rebelión, ni siquiera de puesta en común de sus preocupaciones. Estos seres que más parecen maniquís sin rostro se nos antojan profundamente solos. La incomunicación, la claustrofobia y la alienación son las impresiones dominantes: la existencia humana reducida a una visión de pesadilla. 

(Los cuadros de abril. 2016)

El pintor hiperrealista Yigal Ozeri (Israel, 1958) cuenta que, cuando decidió empezar a trabajar con modelos, se presentaron a su reclamo muchas profesionales con amplia experiencia, pero ninguna suscitó en él el menor interés. Casualmente, en una conversación con un desconocido, este le hizo saber que conocía a la mujer perfecta: su novia, que vivía aislada, en mitad de la naturaleza. Ella era Priscilla, que se convirtió en la primera de la larga serie de figuras femeninas tiernas o malévolas, vulnerables o inquietantes, que este autor refleja con impresionante técnica en sus cuadros. Las mujeres de Ozeri, a las que uno creería poder tocar con sólo extender los dedos, se mimetizan con el entorno natural, son llevadas por las aguas, rodeadas por ramas y raíces, empalidecen con la nieve, se doran con el sol. Son como hadas o ninfas, no siempre benéficas, que ejercen su hechizo sobre el espectador. Este cuadro, titulado Jana en el campo, nos presenta a una de sus jovencitas de aspecto más ingenuo, envuelta en el mismo viento que agita los elementos vegetales a su alrededor. Es difícil llegar más lejos en la captación exacta de lo tangible, y sin embargo, el cuadro transmite una poderosa sensación de irrealidad. La plasmación de la melena roja y de la blancura de la piel, sólo interrumpida por el pequeño tatuaje del gato sobre la espalda, son de un realismo casi fotográfico. Aun así, uno tiene la impresión de que esta muchacha en trance de mecerse como una espiga más nunca ha estado ahí, y existe tan sólo en los sueños del pintor.  

(Los cuadros de junio. 2013)

Los personajes que nos dan la espalda desde un cuadro ejercen una especial fascinación sobre nosotros. Cabe jugar a imaginar su rostro, cabe elucubrar acerca de sus motivos para ocultarnos su expresión. En Interior, del pintor danés Vilhelm Hammershøi (1864-1916), a esas incógnitas se une el misterio de las puertas abiertas que nos invitan a entrar en un ámbito desconocido, y esa luz blanca, sobrenatural, que se filtra por la cristalera del fondo. Frente al interior sombrío y desnudo, nos asalta la sospecha de un exterior de claridad cegadora. Podemos también hacer conjeturas sobre la actividad que ocupa a la joven, única habitante de ese austero mundo de grises y negros. Tal vez se inclina sobre un bordado con el que entretiene sus horas. A mí me gusta más pensar que está leyendo. 

(Los cuadros de julio. 2011)


La expectativa es el cuadro más conocido del surrealista alemán Richard Oelze (1900-1980). En él, el pintor da un paso más allá del sugerente recurso de pintar una escena desde su parte posterior: los hombres y mujeres que la protagonizan no solo nos dan la espalda, con la consiguiente indeterminación de sus rasgos y expresiones faciales, sino que miran con interés algo cuya naturaleza también se nos escapa. Solo dos de ellos nos permiten ver su cara, que aparece reducida a sus líneas esenciales, como un rostro-tipo carente de individualidad. Del resto de los personajes solo vemos el abrigo y el sombrero que los cubre: no hay manos, ni apenas piel ni cabello a la vista. Nos da la impresión de que este grupo humano que ve o espera ver algo que ignoramos está formado por seres que han perdido su carácter singular para fundirse en una masa con la voluntad común de aguardar a que algo suceda. Son varios los elementos que añaden misterio a esta escena ya de por sí inquietante: el carácter antinatural del colorido, circunscrito a distintas gamas del pardo y el verde, y la presencia de un cielo tormentoso que no parece augurar nada bueno. Sería fácil encontrarle una interpretación existencial a la imagen de este colectivo que explora un horizonte amenazador, pero si hay algo que me atrae de esta obra es su misma imprecisión, el juego de incertidumbres creado por la gente que observa y espera mientras es observada a su vez por el que espera en el exterior del cuadro.

(Los cuadros de agosto. 2015)

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