CUADROS RECUPERADOS (III): ESTUDIANTES
Un cuadro que es absolutamente necesario recuperar,
a tenor de la reavivación de los conflictos raciales en Estados Unidos. Para
entenderlo hay que recordar un acontecimiento histórico. En 1960, la niña de
seis años Ruby Bridges tuvo que acudir escoltada al colegio durante meses,
porque era la primera niña negra escolarizada en una clase de blancos en Nueva
Orleans. (Vuelvo a emplear el adjetivo “negra”, que es el que usé en mi
comentario sobre esta pintura hace casi una década, a sabiendas de que empieza
a sonar extraño el hecho de no sustituirlo por el más reciente y correcto
“afroamericana”. Entiendo la necesidad del nuevo término, pero reivindico la
belleza del original: raza negra, piel negra, niña negra. Ser negro es hermoso.
Igual que ser blanco o ser de cualquier color.) Volviendo al cuadro: el pintor
e ilustrador estadounidense Norman Rockwell (1894–1978) se hace eco de la
historia de la pequeña Ruby y recoge con admirable simplicidad todo el drama
racial de su tiempo en El problema
con el que todos convivimos. Un muro con un grafiti, los restos de
un tomate estrellado y toda la determinación del mundo en la figura de la niña
que avanza rodeada de escoltas y con sus instrumentos escolares bajo el brazo.
Maravilloso el punto de vista adoptado: los ojos del espectador están a la
altura de la cabeza de la pequeña. Lo demás, las cabezas de los escoltas, el
mundo adulto y sus sinsentidos, queda fuera del cuadro.
Hay cuadros que nos enganchan ya desde su misma
temática. A mí me sucede con Un chiquillo sentado, conocido también
como Estudiante pobre, obra del pintor madrileño de
extraordinaria técnica y breve vida Víctor Manzano (1831-1865). Los ecos
velazqueños de este retrato de impecable factura son evidentes: los tonos
cálidos, el fondo neutro que envuelve al personaje, la penetrante mirada de
este, clavada en el espectador. Es inevitable recordar los estremecedores
retratos de bufones del gran Velázquez. Aquí el artista se permite soñar con
una realidad impensable en su momento histórico: el acceso de un niño humilde a
la educación. Este chiquillo descalzo de vestiduras raídas sostiene un libro
sobre sus piernas; por la grave expresión de sus ojos, nos resulta evidente que
sabe el tesoro que tiene entre sus manos, que comprende la dignidad que le
confiere a su dura vida el acceso al saber. Nosotros lo sabemos también. Sirva
este enternecedor retrato como homenaje a todos los que en este mes de
septiembre están ya inmersos en la hermosa tarea de enseñar.
(Los cuadros de septiembre. 2012)
Con su elegancia habitual, el pintor
francés Jean Siméon Chardin nos ha dejado esta enternecedora imagen del
aprendizaje de las primeras letras bajo el título de La joven maestra
de escuela. El artista recreó este mismo motivo en varias ocasiones; la
versión que encabeza estas líneas es la de la National Gallery de Londres.
Chardin es un pintor de sensibilidad exquisita, que plasmó la vida cotidiana de
su época con viveza y sin caer en sentimentalismos. Ya lo he comentado en más
de una ocasión: me asombra la capacidad de ciertos artistas para captar el
encanto de la infancia sin derivar hacia el terreno de lo fácil. La impresión
dominante que se deriva de la contemplación de esta obra es la de equilibrio,
presente tanto en la armonía de los colores como en la expresión atenta y
contenida de los modelos. A mí me gusta especialmente el juego de las miradas:
la de la maestra fija en el alumno y la del niño dirigida hacia la cartilla que
señala con un delicioso gesto infantil. El entorno de la escena se difumina en
un fondo neutro que crea una sensación de atemporalidad. Este niño que aprendía
a leer hace casi tres siglos es idéntico a otros tantos que se enfrentan a sus
primeros encuentros con la letra escrita en las aulas de nuestros tiempos, bajo
la atenta mirada de sus maestros. A todos ellos va dedicada esta imagen ―una de
mis favoritas― en este mes que siempre es de renovación y comienzos, y que en
este año convulso lo es todavía más.
(Los cuadros de septiembre. 2015)
La lección de banjo es el título de
este cuadro de Henry Ossawa Tanner (1859-1937), primer pintor estadounidense de
raza negra que logró ser reconocido internacionalmente. Tanner fue autor de
numerosos paisajes y cuadros de tema religioso, pero también de obras como
esta, en las que se adentra en la vida de las clases bajas, a las que plasma
con delicadeza y ternura. El artista reduce al mínimo los colores de su paleta
para crear la estancia humilde, casi despojada de objetos, que sirve de marco a
la escena. En ese ámbito limpio y trazado con pinceladas sueltas, cobra enorme relevancia
la pareja central. Todo en la actitud de estos dos personajes nos habla de su
concentración en la tarea compartida: la proximidad de sus cuerpos, las manos
de ambos dispuestas sobre el instrumento, los ojos fijos en los dedos del
pequeño, que se mueven sobre las cuerdas. En esta vivienda de extrema sencillez
está sucediendo algo trascendente. Un estrecho vínculo une al adulto y al niño,
aparte del afecto y los lazos de la sangre: la labor de construir algo a
medias, la aventura de enseñar y aprender.
(Los cuadros de septiembre. 2013)
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