UNA HABITACIÓN DE MARSÉ
Hace un par de semanas, soñé que estaba
en una habitación de una casa antigua, de esas que de niña conocí
cuando iba a visitar a parientes que me parecían muy ancianos (ahora
comprendo que no lo eran tanto). La habitación de mi sueño era el
dormitorio de alguien joven, aunque no estoy segura de que su
propietario apareciera en algún momento. Tampoco sé decir qué
estaba haciendo yo allí. Como se puede apreciar, el sueño en
cuestión –o el recuerdo que guardo de él– es altamente
impreciso.
Por más que me esfuerzo, de ese sueño
solo puedo recuperar elementos aislados: una ventana, la cortina
moviéndose, una colcha de cuadros sobre la cama, la luz blanca que
envolvía la escena. También la sensación de cercanía derivada del
hecho de que había demasiados muebles, o tal vez más gente de la
que cabía en ese espacio. Pero sobre todo recuerdo el ambiente, casi
diría que el aire que se respiraba en la alcoba pequeña y
abarrotada. El sueño fue como un chispazo; me concedió el tiempo
justo para asomarme a atisbar un retazo de vida antes de esfumarse
sin que sucediera nada. Había algo en él, sin embargo, que me
producía una impresión de trascendencia bajo la aparente
trivialidad. Me di cuenta de la razón nada más despertarme: acababa
de visitar una habitación de Juan Marsé.
No sé en qué novela aparece el
escenario que reproduje mentalmente de la forma que acabo de
describir, aunque me inclino a pensar que se trata de la alcoba en la
que el protagonista de El
embrujo de Shangai se
reúne con su amiga enferma y donde ambos escuchan las fabulaciones
con
las que
un adulto
intenta suavizar la ausencia del padre de él. En cualquier caso,
este sueño tan sencillo me hace llegar a una conclusión, aparte de
la evidente de que un
escritor cuyo universo se planta en tu subconsciente demuestra estar
muy enraizado en tu vida: Marsé es un portentoso creador de
ambientes, capaz de captar el aire que respiran sus personajes, del
mismo modo que Velázquez podía pintar el que se interponía entre
las figuras de sus maravillosas hilanderas. Si se nos
concediese el don
de penetrar en las páginas de las novelas de este autor, sus
lectores sabríamos
que estamos
allí por el ambiente que se respira en los arrabales de Barcelona,
en los bares y casas de vecinos, en las torres frente al mar de las
familias adineradas, en los prodigiosos senderos del Parque Güell,
del mismo modo que, al despertarme hace unos días, supe que venía
de vuelta de una habitación de Marsé.
Juan Marsé nos abandonó el pasado
sábado y con su partida se ha agrandado la orfandad de narradores en
que nos dejó el gran Chirbes hace cinco años. Como se suele decir
en estos casos, nos queda el consuelo de leer sus creaciones, pero
también de respirarlas y de soñarlas. Al fin y al cabo, quizá es
todo una misma cosa.
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