PARÁBOLA DEL RELOJ
Fue llegar a la playa y perder el reloj.
Desapareció en algún punto intermedio entre el
apartamento y la arena. Curiosamente, el incidente vino precedido por un
intercambio de opiniones sobre la pertinencia de llevarlo puesto en tales
circunstancias. «Yo nunca llevo el reloj
a la playa», me advirtió un alma previsora. «Pues yo sí», fue mi
contestación. Concisa, tajante, sobradísima. Además de inoportuna: apenas puse
un pie en mi destino, comprobé la desnudez de mi muñeca izquierda y me acordé
de esas tres estúpidas palabras: Pues yo
sí.
Era un reloj bastante viejo. Parecería que con esto
le quito importancia a su pérdida, pero es justo al revés. Los objetos que han
compartido tiempo conmigo, que vienen asociados a historias y circunstancias
personales, cobran un carácter casi animado para mí; perderlos tiene un
componente de tristeza que no se produce ante la desaparición de un recién
llegado a mi vida. Este reloj en cuestión perteneció primero a mi hermana y, no
recuerdo por qué, pasó a mis manos hace unos años. Los suficientes para haberle
cambiado unas cuantas veces la pila y para que haya lucido correas de distintos
colores, la última de ellas, una negra reciclada que le coloqué yo misma con no
demasiada habilidad. Comprendí demasiado tarde que esa había sido,
probablemente, la razón de su abandono: se habría soltado por un lado que nunca
he conseguido asegurar del todo y se habría precipitado al suelo, sobre las
baldosas del portal, el pavimento del aparcamiento, la pasarela de madera de
acceso a la playa. Pero no: mejor sobre la arena. Le deseaba una caída blanda a
mi viejo y pobre reloj. Un aterrizaje sobre una superficie que lo acogería sin
agresiones, lo camuflaría un poco y lo dejaría allí, descansando en una especie
de nido, a la espera de unos ojos observadores, de una mano que lo rescatara y
quisiera abrocharlo en torno a una muñeca. Aunque sobre esto último albergaba
serias dudas. ¿Quién querría un viejo reloj de pulsera, en esta época de devoción
digital?
El caso es que he pasado una semana en la playa sin
mirar la hora. Se me podría decir que para eso están los móviles, pero hay
costumbres que no consigo hacer mías. El móvil es para comunicarse; para saber
el punto del día o la noche en que me hallo, me gusta asomarme a las caras
redondas (o rectangulares) de mis fieles contadores de tiempo, y estos siete
días he estado de luto por uno de ellos, perdido para siempre y tal vez en
manos de algún espíritu moderno que no supiera apreciar su encanto de otra
época. Siete días con una imprecisa noción del paso de las horas. Por una vez,
el moreno de mi brazo izquierdo no se interrumpe con el clásico espacio blanco a
la altura de la muñeca.
Pero esta historia no acaba aquí (de hecho, si lo
hiciera, no llegaría a la categoría de historia). El último día de mi estancia,
cuando abandonaba la playa para no volver a ver el mar, ay, tal vez hasta el
próximo año, mientras guardaba las sombrillas en el coche, un brillo inesperado
me saludó desde una esquina del maletero. Era él. Agarré con cuidado
reverencial su correa, que se había soltado, en efecto, por el punto por el que
suele hacerlo, y lo coloqué frente a mi cara. Podría jurar que me sonreía.
Desde luego, yo le sonreía a él. En ese feliz reencuentro, comprendí de
inmediato dos cosas. La primera, que el pequeño pícaro se había desprendido de
mi muñeca cuando yo maniobraba con la parafernalia playera el primer día de
vacaciones y se había quedado camuflado en un rincón oscuro. Tal vez sea
alérgico al sol. La segunda es algo que ya sospechaba: cuando estoy a la orilla
del mar, el tiempo se detiene. El vaivén de las olas se produce en un ámbito en
el que pasado y futuro no importan. No existen siquiera.
Suspiré, arreglé la correa como pude, ceñí a mi
muñeca al amigo reencontrado. Tocaba volver a poner en marcha el contador.
Cuando arranqué el motor del coche, sentí que los segundos se desperezaban.
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