LA DAMA DEL BOSQUE

La mujer que atiende a los visitantes del parque natural nos informa de que justamente en el kilómetro tres de una de las rutas se encuentra la veterana de la masa forestal, un haya de cuarenta metros que ha sobrevivido a vandalismos varios e incluso a un ataque como represalia por el celo de un guarda a la hora de hacer cumplir la ley. A mí la posibilidad de conocer a este árbol con historia me resulta tan atractiva que eclipsa de inmediato a las otras rutas. Contribuye a ello la viveza con que la mujer encarece el entorno, la presencia de nidos de una especie de pájaro carpintero cuyo canto imita sin asomo de timidez, la sobria dignidad del haya vieja cuya localización exacta no se señala en los carteles para no animar a lamentables gamberros a añadir nombres o fechas a los que ya se han grabado en el tronco, en un imperdonable acto de egolatría. A estas alturas del discurso, no me cabe la menor duda: hay que ir a visitar a la superviviente.

Apenas iniciada la marcha, comprendemos que hemos infravalorado dos factores: el hecho de que la ruta es toda cuesta arriba –muy cuesta arriba– y la circunstancia de que es un mediodía de julio y el sol cae con todo su peso. No somos, además, montañeros avezados, así que avanzamos con más empeño que soltura, aplastados por el calor y las mochilas, empecinados en encontrar a la decana del increíble hayedo que se despliega a ambos lados del camino. Nos ronda además la sospecha de no haber seguido bien las indicaciones de nuestra entusiasta informadora, entretenidos por lo ameno de su relato, y estar por tanto haciendo otra ruta cuyo destino ignoramos.

Hemos tenido la precaución de poner al móvil a medir la distancia recorrida. Llega así el kilómetro tres y, con él, la absoluta desilusión. Sudorosos y algo aturdidos, avanzamos unos metros más buscando con la mirada un árbol que se corresponda con la información que nos han dado. Creo distinguir en un tronco una cicatriz vertical similar a la que nos han descrito, pero ni rastro de las otras agresiones, además de que ni siquiera mi voluntad de tener éxito en la empresa puede transformar el árbol en cuestión en un gigante de cuarenta metros. Nos rendimos, paramos a comer, descansamos. A la sombra de las hayas, nos olvidamos del agobio de la subida e incluso nos tapamos con las pocas prendas de abrigo que llevamos. Nos disponemos a deshacer el camino. Es entonces cuando nos damos de bruces con un tronco que se eleva con prodigiosa verticalidad pisando casi el sendero. En él se abre una brecha alargada que se ensancha en la parte central, la cicatriz de la herida que causó el enemigo furibundo del guarda forestal en su absurda venganza. La señal se encuentra en la parte del tronco que solo es visible en el camino de vuelta. Aun así, nos parece increíble haber pasado por alto el tronco majestuoso que se eleva por encima de los árboles circundantes. Me acerco y descubro las otras agresiones que rompen la corteza: iniciales, marcas ilegibles y el nombre “Sevilla”, grabado con irritante claridad.

Me dejo llevar por un impulso supongo que infantil y abrazo el tronco, sin poder abarcar ni de lejos el grosor completo. Harían falta dos Beatrices. Apoyo la mejilla en la corteza (casi diría que en la piel) y la noto suave a pesar de las heridas. Siento sólida y dulce a la dama de este bosque, firme testigo y superviviente de la estupidez humana. A unos centímetros de mi cara, se ha detenido un escarabajo negro y brillante. Juraría que comparte mi respeto.

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