LOS CUADROS DE ABRIL (2020)
Ayer
estuve visitando el Museo Hermitage de San Petersburgo. Fue una visita virtual,
claro está. Era el primer sábado de unas vacaciones atípicas y quería regalarme
la ilusión de haber salido de viaje. Lo hice de noche, además, para cumplir uno
de esos deseos de la niña que vive en mi interior y que no crecerá nunca:
deambular por las salas de un gran museo cuando este ha cerrado sus puertas al
público, en absoluta soledad. Así caminé anoche por corredores, subí escaleras,
atravesé puertas que se abrieron mágicamente frente a mí a un golpe de clic. Y,
entre tan increíble magnificencia, di con este Retrato de Elizabeth y
Philadelphia Wharton, debido a los pinceles de Anton Van Dyck. Este
discípulo de Rubens une a la pincelada suelta y el dominio del color de su
maestro una extraordinaria delicadeza. Posee, además, una habilidad que no
siempre va unida al genio: la de saber retratar a los niños. Si logramos
despojarlas mentalmente de los elementos que las circunscriben a una época y
una clase social, estas dos señoritas en miniatura tienen la gracia atemporal
de la infancia. La viveza de sus rostros nos habla de la frescura de la niñez,
retenida bajo el oropel y el juego de apariencias de la corte. La mirada
maliciosa de la que clava en nosotros sus ojos y la expresión distraída de su
hermana, con la atención prendida en algo que sucede fuera del lienzo, nos
dicen mucho de la artificiosidad de las actitudes de las dos modelos, que se
relajarán en cuanto el maestro dé la orden de interrumpir la sesión de posado.
Eso mismo parece estar pensando el perro, que intenta sacar a su ama de su
seriedad impostada. Bajo las directrices de Van Dyck, estas jovencitas bien
educadas juegan a ser adultas, pero sin ocultar del todo para la posteridad la
chispa de sus pocos años.
Siento
especial debilidad por la pintora española contemporánea Ángeles Santos,
creadora de imágenes originales y rompedoras, pero también recreadora de la
realidad más inmediata en obras como la que encabeza estas líneas, titulada Dos hermanos. Aparte de lo acorde a las
circunstancias actuales que resulta esta escena de confinamiento infantil, se
trata de un cuadro que presenta numerosos elementos que atraen la atención del
que lo contempla. Estos niños sencillos, vestidos con ropas austeras, posan en
una actitud a medio camino entre la conciencia de ser observados y la total
naturalidad. Apoyada en la pared y dándonos la espalda, la mayor de este dúo
aparece concentrada por completo en su hermano pequeño, quien, en contraste,
nos lanza una mirada seria que nos incluye en una situación cuyo significado
completo se nos escapa. ¿La niña pretende averiguar algo y el niño evita darle
una respuesta? ¿Ella lo sabe preocupado o triste e intenta confortarlo? Lo que
sí nos queda claro por la pose de esta pareja es la fraternidad y la confianza
establecida entre ambos. Estamos invitados a la contemplación de este instante
cotidiano, pero a la vez excluidos de conocer su sentido más profundo. Esta
conversación entre hermanos cobra una singularidad especial gracias al espacio
en el que se desarrolla. La sensación de libertad que aporta en un principio la
terraza queda truncada por el carácter traslúcido de las cristaleras, que nos
escamotean la visión del mundo exterior. Solo un recuadro abierto nos permite
vislumbrar un paisaje urbano de vivas tonalidades. El colorido de esa vista
parcial contrasta con el interior resuelto en tonos pardos y apagados. Los dos
niños protagonistas están atrapados en una realidad triste y gris, separados de
la alegría que, sin embargo, está muy cerca de ellos, al otro lado del cristal.
Maestra
en el arte de captar la espontaneidad de los pocos años, como demostró al
pintar a sus hermanas más jóvenes, Sofonisba Anguissola tuvo que enfrentarse en
varias ocasiones a infancias más encorsetadas. Así sucedió, por ejemplo, cuando
le fue encomendada la realización de los retratos de las hijas de Felipe II,
entre los cuales destaca especialmente este, titulado La infanta Micaela con tití. La pintora, que había inmortalizado a
su hermana Minerva riendo a mandíbula batiente en divertidas y nada
convencionales escenas familiares, debe plasmar aquí la gravedad de una
muchachita que anda aún lejos de cumplir su primera década de vida, pero que
encarna toda la severidad de la corte española. Al parecer, el cuadro, que
muestra a la modelo vestida de luto, se concibió para formar un grupo junto con
los del rey Felipe, la reina Ana y la infanta Isabel Clara Eugenia, también
vestidos de negro, tal vez como muestra de duelo por la muerte de la hermana
del rey. A mí me pasma cómo, con semejantes componentes, pudo Sofonisba crear
este hermoso retrato que no me canso de contemplar. El cutis terso, las
mejillas llenas, la mirada serena: Catalina Micaela es una niña deliciosa a la
que los rigores de su condición real no consiguen restar encanto y vitalidad.
¿Y qué decir del detalle del diminuto mono, sujeto con extremo cuidado entre
las manos de la infanta, y que nos observa con la seriedad propia de un
ministro…? Las figuras de ama y mascota quedan enmarcadas por un delicado fondo
gris lleno de matices que parece preludiar al maestro de los grises por
antonomasia, Diego Velázquez. Reconozco mi devoción por esta pintora tantos
siglos olvidada y que solo recientemente ha empezado a recuperar el puesto que
merece. Un último detalle sobre el cuadro que nos ocupa: el paso del tiempo se
ha encargado de disgregar el grupo familiar, y mientras los retratos de los
padres se exhiben juntos en el Museo del Prado, los de las hijas han encontrado
acomodo en distintas ciudades europeas. Me gusta pensar que la pequeña Catalina
Micaela y su gracioso compañero disfrutan de mayor libertad que la que tuvieron
en vida ahora que habitan en una colección particular en Londres, lejos de las
miradas adustas de los monarcas.
Termino
con esta singular familia un mes que, al principio involuntariamente y de forma
por completo premeditada en las dos últimas semanas, he dedicado a la infancia.
Y califico de singular a esta familia porque no es lo que parece; estas mujeres
sencillas que cuidan de dos niños son en realidad la Virgen María y su prima
Santa Isabel, acompañadas de los pequeños Jesús y San Juan. La figura masculina
que observa desde la distancia no puede ser otro que San José. Así lo indica el
título del cuadro: Sagrada Familia, y
también lo ratifica una observación más atenta, que nos revelará los aros que
orlan las cabezas de los personajes, señal de su carácter divino. La autora es la pintora polaca Mela
Muter, que despliega su habitual brío en el reflejo de las figuras humanas, así
como un singular alejamiento de las visiones edulcoradas tan habituales en el
tratamiento de ciertos temas y que se podrían considerar esperables en una
mujer que comenzó su carrera artística a principios del siglo XX. Los personajes
de Mela Muter parecen modelados en barro o tallados en madera y poseen la
fuerza de lo primordial. Son sólidos, enraizados en la tierra, bellos a su
peculiar manera. Las figuras centrales de este grupo sacro combinan la
apariencia popular con una indudable solemnidad: sentadas bajo un palio
vegetal, parecen dispuestas en un altar, preparadas para la adoración. Es
delicioso el candor con que están representados los niños, el sueño profundo de
Jesús, la curiosidad de su primo Juan. Siempre pendiente pero siempre en
segundo plano, atento y respetuoso, San José observa la escena con las manos
unidas, en un gesto que evoca una oración.
Comentarios
Publicar un comentario