LO PROHIBIDO

Atesoro unas cuantas anécdotas de los años en que ejercí como bibliotecaria en mi anterior instituto. Quizá la más sorprendente se refiere a aquella temporada en que me negué con singular pertinacia a prestar determinados libros a un grupo de alumnos. Ellos insistían, yo rechazaba su petición. Les dejaba, como mucho, acercarse a la vitrina para contemplar a través del cristal los lomos de los ejemplares que nunca pasarían a sus manos. Los miraban con auténtica curiosidad. Y es que no eran unos libros cualquiera: eran libros prohibidos.

Todo empezó con la propuesta de un compañero experto en darle la vuelta a lo esperable; un auténtico mago en el arte de remover y movilizar a los alumnos. Un día entró en la biblioteca para hacerme un anuncio y una petición inesperada. El anuncio, que no tenía nada de especial, era que varios de sus estudiantes de bachillerato iban a venir a pedirme un libro en préstamo. La petición ―inesperada, esta sí― era que yo me negara a prestárselo. Era una de sus peculiares aportaciones al fomento de la lectura. Acepté encantada, en parte por comprobar la eficacia de la medida, en parte por salir de la atonía que se apodera de nuestro trabajo en cuanto bajamos la guardia. Supongo también que mis residuos de actriz se pusieron en funcionamiento, porque parte de la jugada consistía en que yo fingiera escandalizarme cuando los alumnos pronunciaran el título del libro en cuestión. Así lo hice, obediente y regocijada. Como si me hubieran mentado al mismo demonio, los miré con espanto cuando me comunicaron el objeto de su interés: el Arte de amar de Ovidio.

Jugué durante un tiempo. No recuerdo cuánto; esto que cuento sucedió hace años y, si algo bueno tiene mi trabajo, es que las anécdotas se acumulan. Creo que al principio me negué sin paliativos y que más adelante proporcioné a la ansiosa embajada de solicitantes algún detalle sobre el escabroso contenido del libro que me pedían. Ni que decir tiene que la expectación creció. Me recuerdo, como ya he dicho antes, mostrando el objeto de deseo a través de un cristal: varios ejemplares de la editorial Alianza, con el título escrito en letras negras sobre el lomo blanco. Al final cedí a la presión y concedí a los insistentes muchachos lo que deseaban, como si estuviera haciendo una excepción a una regla sagrada de mi labor de bibliotecaria. No sé si la postergada lectura tendría para ellos un interés equiparable al proceso de conquista que la precedió. Lo que quedó claro es que recomendar un libro no siempre sirve para espolear a su lectura; es mucho más eficaz prohibirlo.

Esta evocación me la ha suscitado un artículo de Manuel Rivas que cayó en mis manos hace unos días, pese a haberse publicado en El País Semanal el pasado mes de noviembre. Se titula Juventud sin periódicos e incluye una anécdota que me ha encantado, relacionada también con una biblioteca. Cuenta Rivas que estando de visita en la gran biblioteca de Guadalajara (México), observó a grupos de jóvenes que se dirigían animadamente hacia un sector del edificio. Los siguió, llevado por la curiosidad. Descubrió entonces que su destino era una zona donde se exponían libros que habían sido prohibidos en algún momento de la historia. Una serie de paneles explicativos informaban sobre la razón. La más singular era la que llevó a la dictadura militar argentina a prohibir la lectura de El principito: “Fomentar la imaginación excesiva y la búsqueda de amigos”.

Prohibir la búsqueda de amigos. Reconozco que desconocía este dato y que me ha dado materia para la reflexión. Siguiendo con el hilo de la memoria, que es quien está tejiendo en mi nombre esta entrada, me viene a la cabeza un pasaje de la historia de prohibiciones por antonomasia, Fahrenheit 451. En el estado paternalista y opresor creado por Bradbury, anulador de divergencias y formador de individuos sumidos en la inanidad, están prohibidas muchas cosas aparte de los libros. He conservado en el recuerdo dos: los porches y las mecedoras. No es un detalle banal. Todo un mundo de plácidas conversaciones, de tiempos muertos dedicados al intercambio y la fabulación, de contacto real entre seres humanos, se esconde tras esas dos sencillas palabras. A lo mejor habría que instaurar prohibiciones semejantes en nuestros días: prohibidas las sobremesas y tertulias, las mesas camilla y las chimeneas, los bancos de los parques, las charlas entre fumadores en el exterior de los locales, las conversaciones con el camarero que nos sirve el café de la mañana. Quién sabe: tal vez nuestro joven interior se rebelaría y sentiríamos unos irrefrenables deseos de detenernos y conversar. No nos vendría mal en esta época de prisas, de transeúntes que deambulan sonámbulos con los ojos fijos en el móvil, de intensos romances entre individuos y pantallas.

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