LOS CUADROS DE JULIO (2019)
Como
me ocurre con cierta frecuencia, este cuadro me gusta ya desde su mismo título:
El tango de la luna llena. Y digo que
me gusta no solo porque se trata de una formulación sin duda sugerente, sino
porque recoge a la perfección el carácter lúdico y soñador de esta imagen. Su autor es Fabio Hurtado, un
pintor español que recupera desde una perspectiva contemporánea la elegancia y
el desenfado de los años veinte, con una técnica en la que se deja sentir la
huella del cubismo. Sus cuadros están poblados de mujeres llenas de glamour que leen, conducen, nadan o
viajan en tren, con frecuencia acompañadas por un característico perro como el
que aparece en la esquina inferior derecha de esta composición, mucho más libre
e imaginativa de lo que es usual en este artista. En efecto, nos encontramos
frente a una escena de tintes oníricos, en la que personajes dispuestos en lo
que parece más un escenario de teatro que un paisaje real se dejan llevar por
el embrujo de la música. El tango que da título a la obra los arrastra con su
hechizo y su fuerza: los dos bailarines danzan acoplados como dos piezas
geométricas que encajan a la perfección; la intérprete del primer plano toca su
pieza musical con mirada grave, como consciente del poder que ejercen sobre
todos los presentes las notas que salen de su violín. Una mágica luna llena
preside este conjunto artificial y
delicioso. Contemplándolo, me siento tan feliz como el clásico perro blanco de
Fabio Hurtado, que observa la escena con un gesto que no dudo en denominar
sonrisa.
La pintora catalana Montserrat Gudiol imprimió un
sello inconfundible en sus obras por medio de una curiosa fusión entre
clasicismo y modernidad. Personajes que parecen extraídos de un cuadro de Jan
van Eyck se sumergen en ese mundo onírico e inquietante que es una seña de
identidad del siglo XX a partir del Surrealismo. En este caso, la libertad
creativa contemporánea parece, literalmente, haberse tragado a una dama del
siglo XV. El rostro dulce y relajado, las hermosas manos entrelazadas, emergen
de un lienzo que es, a la vez, la base del cuadro y el vestido de la modelo, y
por debajo del cual adivinamos levemente las líneas del cuerpo de esta. Yo
nunca antes había visto que un lienzo se convirtiera en protagonista ―o al
menos coprotagonista― de un cuadro. Su
textura, los matices entre el azul y el blanco, el juego de las pinceladas, su
carácter bidimensional en unas zonas y tridimensional en otras, son uno de los
objetos de atención de la autora. El otro, esa figura femenina plácida e
inmóvil, una especie de Bella Durmiente que ha atravesado, sumida en el sueño,
cinco siglos de arte.
Detrás de este hermoso paisaje del pintor español
Agustín Riancho se esconde una historia que la semana pasada saltó a los medios
y de inmediato alcanzó gran popularidad en las redes sociales. Rara vez sucede
algo así con una noticia relacionada con la pintura. El cuadro se titula tan
solo Paisaje y forma parte del legado del coleccionista alemán Hans
Rudolf Gerstenmaier, que ha pasado a engrosar recientemente los fondos del
siglo XIX del Museo del Prado. Lo que lo ha singularizado con respecto a sus
compañeros recién incorporados es el llamamiento realizado por el conservador
del museo para localizar el enclave real que sirvió de modelo a Riancho. La
respuesta ha sido masiva. Animosos cibernautas han sugerido localizaciones
variadas, acompañando sus propuestas con fotografías que con frecuencia
muestran un notorio parecido, aunque nunca concluyente, con el paraje del
cuadro. Se han barajado diversas razones para la dificultad de encontrar una
respuesta definitiva, entre ellas la de que se trate de uno de los numerosos
puntos del paisaje peninsular que quedaron anegados bajo las aguas de un
pantano en tiempos posteriores a los del artista. En cualquier caso, la
incógnita y el consiguiente juego de investigación ha traído consigo que muchas
personas se detengan a contemplar este precioso ejemplo de la pintura
paisajística del XIX, con su deslumbrante juego de verdes y ocres, su delicado
tratamiento del cielo y su hábil plasmación de las texturas, desde la dura
verticalidad de la piedra hasta la plácida presencia del agua.
Conocía a la pintora española contemporánea Carmen Laffón por sus delicados bodegones, en los cuales, con un estilo unas veces hiperrealista y otras tamizado por una pátina que les da cierto aire de ensoñación, se detienen para la eternidad objetos que adquieren una enorme relevancia dentro de su simplicidad. Ha sido por ello una sorpresa para mí descubrir otra faceta de su producción, que queda ejemplificada en el cuadro titulado La novia. Esta pintura se articula en torno a un evidente contraste cromático: el blanco de la figura frente a los sombríos tonos pardos del fondo. El rostro de la protagonista, suavizado por el doble filtro del velo que lo cubre y de la pincelada suelta de la autora, es de una ingenuidad deliciosa. Toda la figura de la muchacha es la perfecta encarnación del candor y la esperanza. La maestría de Laffón en este caso radica en desplazar a una esquina del cuadro el principal foco de interés. El resto del lienzo se convierte en un ámbito indeterminado, en el que vagas siluetas que evocan elementos vegetales, entremezcladas con espacios oscuros, crean una sensación turbia e inquietante. Pero la novia da la espalda a este mundo sombrío y mira ilusionada hacia un punto que se escapa de los límites del lienzo. El futuro, sin duda, lleno para ella de gozosas expectativas.
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